Del libro MUEREN SE REPRODUCEN CRECEN Y NACEN - Bärenhaus - (2019)
PABLO LABORDE
—Apellido y nombre.
—Goso, Amílcar —susurra el muchacho.
—Señor, hable más fuerte.
—Goso, Amílcar —repite, pegándose al intercomunicador.
Y en voz casi inaudible:
—Ve-venía por el miedo.
—¿Trajo los formularios?
—Sí, sí, sí.
—¡Y pásemelos!
Amílcar se apresura a insertar los papeles por la angosta ranura inferior de la ventanilla. La delegada los agarra con desdén, mientras intercambia chistes internos con sus compañeros; chistes que no llegan a oídos de Amílcar, pero que reconoce como burlas a su persona.
—Tiene vencido el certificado de Miedos Preexistentes —inspecciona severa la agente, desordenando los formularios que él entregó en prolijo orden—. Y además usted acá marcó miedo a volar.
—Ah, sí, sí, sí —dice Amílcar con los ojos bien abiertos.
—Pero no especifica si es literal o metafórico. Y con el certificado de Miedos Preexistentes vencido, yo no le puedo pedir la Licencia de Voladura.
Amílcar mira por reflejo la ventanilla de al lado, y ve a una chica en una lucha similar: la vergüenza y la frustración a flor de piel. Y el miedo, siempre ahí, adherido a las pupilas.
Vuelve a lo suyo:
—Ah… no me dijeron que tenía que especificar, y no sabía que el certificado de Miedos Preexistentes se vencía. Porque… vio, si son preexistentes… ya vienen preexistiendo, ¿no? Y así seguirán... —Todo lo dice vacilante y con una leve tartamudez—. Pensé que el certificado era justamente para presentar en situaciones de discapacidad volitiva…
—Señor —interrumpe la mujer con desidia y tono monocorde, como explicándole a un retardado—, el certificado se renueva cada dos años. Por supuesto que no desaparecen los miedos, cómo se le ocurre —hace un gesto de contrariedad—. Siempre usted va a tener miedo. Sus miedos son eternos. Como los hielos, ¿vio? Pero si tiene menos miedo que el año pasado, es decir, si está menos imbécil —Amílcar agacha la cabeza al escuchar esa palabra—, el Sistema le quita parte del subsidio, o sea, lo va dejando desprotegido, así usted tiene más miedo y vuelve a pedir más y más certificados. ¿Se entiende? Por eso usted siempre va a tener miedo. Tiene que completar el 204e y el 204f. Los dos formularios. Tiene que poner todos los espantos, los imaginarios y los reales. Ah, y tiene que llenar también el anexo de Mieditos de Niñez: poner bien claro si se hacía pis en la cama, si se escondía en el último banco para que no lo llamen a dar lección… o en el último asiento del micro, para que no le hagan bullying los bravuconcillos. Tiene que completar todo. No sea estúpido.
Con la amplificación de ese maldito intercomunicador latoso, de seguro las palabras de la delegada llegan a oídos de la chica de al lado, y Amílcar quisiera aparecer un poco menos patético, aunque ella parezca alienada con su propio trámite, y no muy atenta a lo que sucede con él.
—Perdón —dice Amílcar, de tan pegado casi devorando el intercomunicador—. ¿Pero tengo que asentar de nuevo los miedos de la niñez y eso? Porque ya lo hice hace dos años.
—¡Por supuesto, señor!, la declaración jurada es bianual. Si usted no declara los Mieditos de Niñez, yo no le puedo extender el apto anímico de los miedos adultos. Mucho menos, de los miedos existenciales. —La mujer gira hacia su compañero de la derecha—: ¡Todo hay que explicarles… todo! —Amílcar esta vez oye perfectamente el reproche de la funcionaria, que se acerca al micrófono y continúa—: Tiene que ir al primer piso y pedir el libre deuda de Mieditos de Niñez y Pánicos de Adolescencia, ya sabe: terror a que sus papis lo agarren tocándose, a que la chica que le gusta le descubra los granos de la frente, etcétera, etcétera, etcétera… y completar el anexo. Yo ahora paso el trámite desde acá, y arriba lo llaman por apellido. Con eso completado en letra de imprenta, bien clara, vuelve acá sin sacar número. Y seguirá el trámite indefinidamente, o hasta su muerte, que será un hecho irrelevante.
—Ah, bueno, bueno, bueno —agacha la cabeza, servil, con cada “bueno”—, si usted lo dice, señora…
—Claro que yo lo digo, señooor. —La delegada remarca molesta la palabra “señor”. Se saca los lentes y se acerca al vidrio—: ¿Por qué repite todo como un pelmazo? ¿Quiere que llame a security love?
—¡No, no, no! —Repiquetea Amílcar, que agarra sus papeles y retrocede—: Security love, no.
Esquivando la mirada fulminante de la delegada, vuelve a sentarse en el salón de espera, para ordenar los papeles que la funcionaria desordenó, para ordenarse él, y también para ver qué sucede con la chica de la ventanilla de al lado. Pero al mirar hacia esa ventanilla, ya no la ve. Busca entre el gentío, en todas direcciones, y la encuentra sentada varias filas atrás, solita, separada del resto, y abstraída en sus formularios. La expresión grave y temerosa de la joven despierta en Amílcar el deseo súbito de ir a abrazarla. Espanta el pensamiento subversivo, y se acerca a ella de a poco, disimuladamente.
—Disculpame —pregunta con timidez—… está ocupado.
Como un resorte, ella recoge los papeles del asiento contiguo.
—Perdón, por favor, te pido mil perdones.
—No, no, no, por favor.
Él se sienta, y aprovecha la inercia del diálogo.
—Venís porque tenés miedo —infiere, y de inmediato se corrige—. ¡Pero qué cretino! ¡Para qué vendrías! Perdón, perdón, perdón.
—No, no, no, está bien —dice ella, con ojos erráticos—. Sí, sí, sí, se me acumularon algunos mieditos.
Y él a repetición:
—Ah, tal cual, tal cual, tal cual. A mí también...
—Vos… con todo respeto —titubea ella, que parece encontrar en él a un par con quien cotejar alguna duda—... si puedo preguntar… perdón, no quiero ser… venís para…
—No, no, no, por favor… a ver… cómo decirlo —vacila—… Bueno, ehhh… porque me quiero ir a vivir a una isla, y necesito vencer el miedo a volar —dice él, obviando cautelosamente sus miedos principales.
—Ah, mirá, mirá, mirá…
—¿Vos? —dice él—. ¿Te puedo preguntar? No te molesta….
—No, no, no… para nada —ella disimula la tensión—. En las cartas me salió que iba a conocer un hombre de verdad sólo si me animaba a salir de mi zona de confort. Y bueno, vengo a ver si puedo renovar el certificado de salida de Zona de Confort. Viste que las mujeres tenemos que dar Fe de Vida Audaz cada dos años. Lo que pasa que con los miedos y eso, me cuesta mucho, muchito.
—Ufff… ni que lo digas.
—A vos como hombre también te cuesta.
—Y sí… me cuesta, me cuesta, me cuesta —y agrega, complaciente—: mucho muchito.
Ella se sincera:
—No sé, es como que todo me da miedo. —La mirada excitada rebota una y otra vez desde los ojos del muchacho a su propio regazo—. Bah, todo no… todos me dan miedo. Bueno, en realidad, todos tampoco: los Buenos me dan miedo —dice lo último en voz baja y tapándose la boca. Y agrega—: Ya sabés… El Mundo del Amor.
—Ah, tal cual, tal cual, tal cual.
—Viste todas esas caras enojadas por la galería… Ya sé que son… Buenos —alza las cejas—, pero… ¡a mí me dan miedo igual! Soy una miedosita.
—Tenés razón lo que decís.
—Y me siento Bambi. Viste esos ciervitos que pasan la vida acosados por depredadores. A veces quisiera que me cacen de una vez y termine todo. Que me coman todas las partecitas. Que se relaman con mis huesitos, esos brutos.
En las últimas palabras, la joven parece al borde del llanto: se siente patente la bronca, la impotencia, la resignación de pertenecer a una especie frágil que no encuentra amparo en un ecosistema violento.
—Uy, perdón, no quise decir brutos… —Se excusa atemorizada, acaso temiendo que Amílcar sea un refurbished.
—No, no, no… te entiendo bien. —Se identifica él—. Y vos para qué querrías vencer los miedos.
—No, no te ofendas, pero…
Él quiere meterse en una caja. Cómo pudo preguntar semejante intimidad.
—Por supuesto —levanta la palma en señal de perdón—, disculpame, por favor, te suplico me perdones.
—Ay, perdón, perdón, perdón. No lo tomes a mal, por favor —se desespera ella—. Es que la nigromante me dijo que para tener alguna oportunidad, no debía contar nada.
—No, no, no, por favor, tenés toda la razón. No tenés nada que explicarme.
—Por favor, no te ofendas.
—No me ofendo para nada, fui un desconsiderado.
—No, pero yo fui una brusca. Brusquita fui.
—No, en absoluto, cómo te voy a preguntar eso. ¡Un atrevido!
—Insisto. Te traté mal, te hablé feíto.
—Faltaba más. Para nada, me lo merezco por irreverente. Por estúpido. ¡Qué imbécil he sido, por favor!
Podrían seguir excusándose ad infinitum, pero a ella la ansiedad la lleva a interrumpir el diálogo:
—Perdón, tengo que subir —dice, y siempre con movimientos eléctricos y rictus de pánico, recoge sus papeles y su tapadito—. Bueno, voy yendo arriba. —Hace el ademán de empezar a moverse, sin moverse.
—Sí, sí, sí —dice él, el cuerpo casi hincado, en una figura de total sumisión—. Por favor, atendé lo tuyo, por favor.
—Permiso, voy subiendo, eh —se inclina ella como una geisha.
Se dificulta la despedida por la violencia que les supone interrumpir el diálogo.
—Claro, claro, claro, por favor.
—Bueno, voy.
—Andá, andá, andá. —La impulsa él con ademanes amables.
—Listo, voy.
—Sí, sí, sí.
—Permiso.
—Por favor.
Y antes de que ella se aleje, él, atolondrado y tartamudo, pregunta:
—Perdón, có-cómo te llamás…
Sobresaltada, ella casi se tropieza con sus propios pies al querer desandar los tres o cuatro pasos que ya recorrió.
—¡Eva! —responde, agitada y expectante—. ¿Y vos?
—¡Amílcar!
Una tímida sonrisa atraviesa el semblante aterrorizado de Eva, y al instante se funde en la mueca basal de miedo y amargura. Empieza a subir los primeros escalones, dando la sensación de que en algún momento se dará vuelta para mirar a Amílcar, pero no lo hace, y termina desapareciendo en el recodo de la escalera.
Amílcar debe subir también para continuar su gestión, pero quiere esperar un tiempo prudencial, para no darle impresión a Eva de ser un cargoso. Pero no aguanta demasiado, y empieza a subir la escalera. Cuando llega al primer piso, la busca en ese enorme sector saturado de carteles que anuncian distintos trámites. Hay un murmullo constante, salpicado por los gritos de los delegados detrás de un extenso mostrador que se pierde en el horizonte. Aquí no hay ventanillas de vidrio ni intercomunicadores: en este sector llaman a los miedositos por su nombre y a los gritos:
—¡Jetrunco, Elvia!
Se pone de pie una joven pequeña y delgada. A Amílcar le recuerda a una hormiguita. Una hormiguita con cara de codorniz. No se trata de una chica fea, de hecho, es una linda y joven mujer; pero de cuerpecito minúsculo, y claramente sufridora de un pánico perenne. Siempre Amílcar hace paralelismos entre personas y animales: el agente que llamó a Elvia Jetrunco se le antoja el calco de un mono narigudo.
Amílcar se sienta a esperar, y por la cantidad de gente que colma las hileras de asientos, más la que deambula por el enorme salón, sabe que esa espera será larga. Y eso que en otra ocasión le hubiera resultado tedioso, ahora lo agradece, por la posibilidad de encontrar a Eva y seguir conversando.
Después de dos o tres recorridos visuales por el salón, por fin la descubre, taciturna, sentadita en el último asiento de la última fila. También a él se le figura un Bambi, y ya siente deseos de cuidarla, de protegerla y de quererla. Y hay algo que le regala un poco de valentía, y es que siente que Eva lo busca entre el gentío. Amílcar se da cuenta porque ella es transparente, entonces se atreve a levantar tímidamente la mano. Ella lo ve, y trata de disimular que lo buscaba, pero no puede ocultar el alivio de encontrarlo. Amílcar se enternece con esa pureza, y para aliviar a Eva, levanta más la mano. ¿Estará siendo cargoso? Ella hace un extraño y nervioso gesto, que no determina nada en particular, pero Amílcar elije pensar que quiere que él se acerque.
Y se acerca:
—No te llamaron, ¿no? —dice, poniendo el cuerpo en modo de circunspecto respeto.
—No, no, no —dice ella, modosita, y ordena sus papeles sobre las rodillas: necesita justificar sus manos. Pero también quiere dejar libre el asiento contiguo.
—Puedo... Perdón… no te molesta… —señala él ese asiento.
—Ay, sí, sí, sí…. —asiente ella—. Gracias, por favor.
—No, por favor, gracias a vos.
—No, por favor. Perdón.
Concluida la retahíla de “porfavores” y “perdones”, los dos se quedan en silencio mirándose las manos, hasta que Amílcar se atreve a continuar el diálogo:
—¿Pudiste resolver algo abajo?
—Más o menos… Me dijeron que tengo que pedir acá que me sellen el certificado de salida de Zona de Confort.
—Ah, y cómo saben ellos…
—Ellos saben todo, por la cantidad de horas de televisión, por los tickets de tren, por las comunicaciones telefónicas, las interacciones en línea… todo.
—Ah, claro, claro, claro… Bueno, pero entonces seguro que te lo dan.
Eva parece sobrepasada.
—No, estoy muy malita, no sé si me lo van a renovar.
—Pero si ya lo tuviste, por qué no te lo van a dar ahora.
—Porque lo saqué hace años, yo justo había conocido a un chico de Bien, y me sentía osada, pero el chico me dejó en cuanto se dio cuenta.
—¿De qué se dio cuenta?
Ella agacha la cabeza.
—Perdón, perdón, perdón —dice él.
Ella levanta la cabeza:
—En ese tiempito que creí que él me cuidaba, me protegía y me quería, justo me hice el análisis, y me dio 0,5 de confianza en sangre.
—¡0,5! ¡Pero te llevabas el mundo por delante! —exagera Amílcar.
—No, pero me duró poco, porque cuando él se dio cuenta que yo no era una Mujer Fuerte, me dejó. Lo que pasa que me sirvió para sacar el certificado. El problema es que vence a los dos años… y últimamente… no salí de mi octavo —dice, apesadumbrada—. Si ahora me hacen el análisis, me va a dar mal.
—Ah, entiendo, entiendo, entiendo. No sé si te sirve de consuelo, pero yo jamás salgo de mi octavo.
Ella agradece con un gesto silencioso, y se anima a más confidencias:
—Era un refurbished —confiesa—. Yo había pensado que era un hombre de verdad, pero no. Igual ahora se me suman otros miedos. Viste que a medida que crecés tenés más miedo… Bah, no sé si te pasa.
—Sí —admite él—. Me pasa, me pasa, me pasa.
Quedan unos instantes en silencio mirándose las propias manos. Por sobre el bullicio, sobresalen los gritos de los agentes del Bien detrás del mostrador:
—¡Gallo, Elba! ¡de Cabeza, Dolores! ¡Rollo, Armando! ¡Tutti, Ana Lisa!
Amílcar prosigue:
—Justamente, uno de mis miedos principales es a admitir que tengo miedo.
Ha dicho algo que nunca dijo. Hoy se siente particularmente osado.
—Ufff, sí, tal cual… Ese miedo también lo tengo.
—Lo que pasa que nos tenemos que animar, porque si no, nunca nos van a dar los certificados.
—Sí, ya sé —Eva se refriega las manos.
Amílcar siente ganas de protegerla. En este caso, de ella misma.
—Mirá, no te pongas mal. Yo estoy seguro que te va a ir bien —miente él—. No sé, es un pálpito —miente más.
Eva brota como una florcita sedienta regada después de tiempo. Se yergue, revive, y se atreve a girar hacia él.
—En serio lo decís —pregunta con los ojos muy abiertos.
—Por supuesto —sigue mintiendo.
—¡Ay, regracias, gracias, regracias! —ametralla.
—Tranquila. —Finge dominio Amílcar.
Más confiada, Eva se anima a contarle más.
—No, yo… la verdad… lo que yo quisiera…
—Sí, decime, decime, decime… (El fingimiento de aplomo no alcanza para evitar la repetición de palabras).
—Lo que pasa que… viste que ahora hay que ser fuerte…
—Ah, sí, sí, sí… —concede él, apenado.
—No, pero viste que ahora las mujeres son fuertes. Bueno, yo no sé cómo hacen… a mí no me sale.
Amílcar reflexiona:
—Mirá, para mí ahora le hacen a las mujeres lo mismo que le hacían a los hombres en la Etapa Previa… Les exigían ser fuertes y no llorar, y al final, pasó lo que pasó. Y acá, en el Mundo del Amor, si sos hombre, sólo podés ser malote o truncadito, salvo que aceptes ser refurbished o deconstructed. Yo soy truncadito, y la verdad, prefiero.
—Ah, nunca lo había pensado así. Puede ser, lo que pasa que ahora dicen que está mal necesitar al hombre… —Eva duda, parece no atreverse a decir lo que piensa. Finalmente lo hace, pero en voz muy baja y acercándose a Amílcar para que nadie más oiga—: Yo no soy fuerte… y si lo fuera, igual querría que un hombre me cuide, me proteja y me quiera. Pero un hombre de verdad, no un refurbished. Menos un deconstructed, que la verdad, me generan mucho rechazo: ¡son tan poco hombres!
De inmediato se arrepiente de lo dicho.
—Bueno, qué tonta, al final te lo dije —mira para todos lados, perseguida—. Espero que no me hayan oído.
—Qué cosa —dice él haciéndose el tonto.
—Nada, lo que me habías preguntado abajo, de por qué vengo al Ministerio del Amor.
—Ah —Amílcar simula que el motivo de Eva no lo moviliza—. Te gustaría que un hombre te cuide.
—Bueno, sí, ya lo dije… perdón, perdón, perdón —Eva se pone el índice sobre los labios sutilmente, para que Amílcar hable más bajo. Pero él está envalentonado.
—No, por favor —dice—. Un hombre puede cuidarte, protegerte y quererte.
—En serio lo decís —pregunta Eva con mirada paranoica—… Para mí sí, al menos es lo que quiero, pero ahora me piden todos estos requisitos, y al final, si consiguiera dar bien todas las pruebas… que no lo creo para nada… pero si lo consiguiera… al final, ya no encontraría un hombre de verdad. Porque qué hombre de verdad se va fijar en una chica tan fuerte. ¡Y voy a seguir sola! Seguro me pondrían en el octavo con un refurbished o un deconstructed. ¡Y yo quiero un hombre de verdad, como esos de los documentales!
Después de sincerarse, Eva afloja el cuerpo en triste resignación. Amílcar aprovecha:
—Para mí está bien lo que buscás… De hecho, yo también busco algo así. Bah, me encantaría poder cuidar a una mujer. Y dicen que las mujeres se cuidan solas, pero a mí me pasa que cuidar a una mujer me haría más fuerte. No sé, creo. Es como que al cuidarte —carraspea—… perdón… al cuidarla… a esa mujer, digo, en cierta medida, ella me estaría cuidando a mí. Porque es como que si la cuido, me siento más importante, y entonces me pongo mejor. No se… podría llegar a dejar de ser un miedosito.
—Te pondrías fuertecito —arriesga ella.
—Exacto.
Pero Amílcar baja la vista:
—Lo que pasa que no me puedo ni cuidar yo.
—Por qué decís eso.
—No sé… todo me cuesta mucho… el Sistema… el Sistema acá en el Mundo del Amor no es para mí… Todos son valientes, ¿viste? Siempre lo dicen. A mí todos siempre me dicen que son valientes y bravos. Me dicen: “Porque si hay que poner el cuerpo…”. Gritan y se golpean el pecho diciendo que tienen valor y hombría. Pero para mí las mujeres no deberían tener hombría… qué se yo… es mi parecer… Pero ahora todos tienen hombría. Menos los hombres, que son refurbished o deconstructed. O miedositos, como yo. —Y agrega a modo de confesión—: la verdad, yo siempre quise ser como esos de los documentales.
—Pero no sos refurbished ni deconstructed, yo me doy cuenta que no. Entonces todavía tenés posibilidad de… Sabés qué. —Ahora es ella la que intenta levantarle el ánimo—. Yo a veces pienso… no sé si son tan valientes. Porque ellos dicen, pero no sé. Yo no quiero ser un animal rabioso. Entonces eso me hace plantear hasta qué punto quiero vivir en el Mundo del Amor, ¿me entendés? —dice Eva casi secreteando.
—Te entiendo, sí, claro... —Amílcar la mira—. Me pasa eso: yo no puedo ser rabioso. No me sale, no hay caso. El Mundo del Amor al final me hace miedosito.
—Por eso lo de irte a una isla…
—Exacto.
—Pero…
—Lo que pasa que el Sistema nos pone malitos, pero yo pienso, ellos dicen de la igualdad, pero ponen los distintivos y te obligan a ser “igual” a la fuerza, y si no, te mandan a la hoguera del Amor —Amílcar baja la voz—: yo lo sé porque se lo hicieron a algunos que conocí. Y para mí el Mundo del Amor debería incluir también a los que somos malitos, no sólo a los Buenos... Porque ellos mismos dicen de incluir, pero si no sos como ellos dicen, o te mandan a la hoguera, o te quedás acá y te convertís en miedosito.
—¿Pero en la hoguera te prenden fuego? —Pregunta Eva aterrada.
—No sé, nunca supe si es metafórico o literal, pero creo que sí te prenden fuego. En la Etapa Previa lo llamaban muerte civil y escarnio social.
Eva se ve fascinada por lo que dice Amílcar con tanta seguridad, pero al mismo tiempo no deja de temer que él sea alguna especie de agente secreto que quiere sacarle información a ella.
—Y vos cómo sabés todo eso —pregunta temerosa.
—Porque me hicieron una excepción de agnosticismo de chiquito, y nunca fui a la Universidad del Sistema.
—Ahhh… —A Eva parece convencerla la respuesta de él—. Yo sí fui, pero no logré adaptarme, y para que me cure me mandaron al Mundo del Amor.
—Bueno —dice Amílcar como reafirmando sus teorías—: la mayoría de los miedositos no fueron a la uda.
—Bah —sigue ella—, en realidad me mandaron porque dije que quería un hombre que me cuide. ¿A vos?
—Porque dije que tenía un amigo paralítico.
—Y eso qué tiene de malo.
—Y qué tiene de malo que un hombre te cuide —dice él, con cierta euforia, acaso creyendo que eventualmente podría ser ese hombre.
—No nada… para mí.
—Para mí tampoco. Y mi amigo era de verdad paralítico. Pero me empezaron a decir “claro… el señor dice que tiene un amigo paralítico…”, que cómo discriminaba, y que no debía llamarlo así, y un montón de cosas más. Zafé de la hoguera, pero me mandaron al Mundo del Amor a que revalide todos los certificados.
Eva asiente. Cada vez más se da cuenta de que Amílcar es como ella, no un agente secreto.
—Y vos sabés qué hay detrás de la Frontera —pregunta, cautelosa.
—Tengo una idea. De hecho creo que ahí está mi amigo Ruedas.
—¿Quién es Ruedas?
—El paralítico.
—Ah.
Un delegado empieza a llamar a los gritos:
—¡Goso, Amílcar! ¡Trámite de miedos! ¡Libre deuda de hacerse pis en la cama! ¡Bullying de compañeritos de colegio! ¡Hiperventilación en examen oral!
Amílcar se debate entre llegar rápido al mostrador antes de que el funcionario siga gritando los motivos de su trámite, o desconectarse bruscamente del diálogo con Eva. Preocupado por haberse levantado sin despedirse, se da vuelta y le hace reverencias con las palmas pegadas al pecho: “perdón, perdón, perdón”, le dice con los labios, por haberla dejado con la palabra en la boca, y en ese acto se le caen todos los papeles. Ella indica con un gesto que atienda lo suyo, y atina a ayudarlo a levantar los formularios desparramados; pero Amílcar recoge todo rápido y se acerca al mostrador.
—Sí, que tal —dice.
—¿Goso, Amílcar?
—Sí, sí, sí.
—¿Quién te puso ese nombre, el enemigo? ¡Ja, ja, ja!
—Y… más o menos —admite Amílcar, absorbiendo la bronca que le produce la impertinencia del agente del Bien. Aunque efectivamente sus padres le dieron un nombre de mierda. Y no fue la única mierda que le dieron: a veces piensa que es un miedosito porque ellos nunca le infundieron seguridad.
—Te estoy cachando, nutriente, no te enfades, ¡ja, ja, ja!
—Ah, no, no, no.
El agente agarra los papeles de Amílcar, los inspecciona con más dedicación que la delegada de planta baja.
—Escuchame… vos por qué estás pidiendo el certificado de Miedos Superados.
—No, lo que pasa que me dijeron que todos los miedos tienen concordancia, y si me dan el de Miedos Superados, se actualizaría por defecto el de Miedos Preexistentes. Porque yo quisiera sacar la… Licencia de Voladura —completa lo último temeroso.
—¿Quién te dijo eso? —pregunta el delegado, sin sacar la vista de los formularios—. Acá en motivos pusiste que te querés ir a una isla.
—Ah, sí, sí, sí.
—Mirámelo al señor. ¿Y para eso con el libre deuda de miedos de infancia y adolescencia no te alcanza?
—Abajo me dijeron que no…
—¿Ya pasaste por Teología, vos?
—No, no, no.
—Bueno primero tenés que pasar por Teología para pedir el kit eclesiástico.
—Pero a mí de chiquito me hicieron una excepción de agnosticismo.
—¿Y por qué te la hicieron de chico? Te aviso que ya no están entregando excepciones, así que no creo que te sirva de nada, la debés tener revencida. El Sistema ordena que tenés que definirte sí o sí. Es obligatorio.
—Claro, pero les dije nihilista y me lo aceptaron.
—¿Te aceptaron nihilismo? —Susurra el agente como en secreto, incrédulo y pensativo—. Ah, mirá… le voy a comentar a mi hermana… ella está mal porque es transversalita...
—A mí me costó, pero con la excepción, al menos pude vivir un poco más tranquilo.
—Pero pará, nutriente, no entiendo: si a la torta de cumpleaños le dibujaron el símbolo del Sistema, vos qué hacés.
—Y… no como.
—¿Y si te insisten para que comas una porción de la torta del Sistema?
—Les digo que me cae mal, porque los distintivos son peligrosos sin distinción.
—Y de dónde sacaste eso, vos.
—No sé.
—Hummm… No andarás pensando, ¿no?
—No, no, no —balbucea Amílcar. Y cambia de tema rápido, advirtiendo que habló de más—: el problema es que no me animo a volar.
—¿Y vos para qué querés la licencia de voladura?
—Bueno… yo… ehhh… —Amílcar no encuentra la manera de responder a eso. De hecho, le da mucha rabia que el delegado asuma que no la merece.
—Ufff… a ver… ¡qué desgracia que son ustedes! Contestame al menos una cosa: vos querés volar literal o figurado.
Amílcar piensa.
—Y…no, figurado… —Y arriesga—: Aunque si se pudiera literal...
—Ah, el señor lo quiere todo —exclama el agente—. Y miedo a qué le tenés.
Amílcar teme que pueda oírlo un tercero, y Eva es el tercero que más le importa. Por suerte ella se encuentra alejada, pero él por las dudas habla en voz baja:
—No sé… un poco miedo a todo le tengo. También tengo miedo a tener miedo. Y miedo a admitir que lo tengo.
—¡Dios, qué manteca! Escuchá, yo necesito especificar para pedir el permiso a superintendencia. Tengo que detallar bien, si no, no me lo aprueban. Y te aviso que igual demora hasta noventa días hábiles. —El agente del Bien se acerca a Amílcar por encima del mostrador—: Decime al menos un miedo bien concreto, nutriente.
—Ah… bueno, bueno, bueno… —Amílcar se retuerce las manos—. Tengo miedo a morirme.
—¿A morirte? Qué mariquita. ¿Y por qué tenés miedo a morirte?
—Bueno… como nihilista... se supone que yo pienso que si me muero se acaba todo. Y… me da miedo lo desconocido.
—Y si igual tu vida es una mierda, ¿para qué querés vivir? No hay razón para tu miedo, es un miedo infundado, porque… un suponer… si te morís, a la final se acaba la fuente de tu miedo, que sería la muerte; y mientras vivís, no hay razón de tener miedo porque nada podría haber peor que tu vida miserable. Y aunque no lo parezca, ¡ahora estás vivo! Inútil, pero vivo. ¡Ja, ja, ja! —El delegado del Amor se recompone de la risotada—. O sea, yo si querés te lo pido el permiso, pero pensalo bien, porque agotás créditos del Sistema.
—No, lo que pasa… —Amílcar piensa: le molesta cómo le habla el agente, pero al mismo tiempo debe reconocer que algo de razón tiene—. Sí, por ahí tenés algo de razón… Pero… qué se yo… por más que pienso eso que decís, el miedo lo tengo igual. Me mata la incertidumbre, viste. A veces me gustaría que me cacen de una vez y se termine todo —dice, parafraseando a Eva sin ser consciente de que lo hace—. Lo que pasa que justo conocí a alguien, y no sé… me siento intrépido.
—¿Intrépido? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué coraje! —Se desternilla el delegado—. ¡Dios mío, ustedes me matan! —Y recomponiéndose—: a quién conociste.
—Ehhh… a una chica… y por ahí es mi última oportunidad de... de cuidar, de proteger y de querer —cada palabra es más susurrante. Y agrega con un hilo de voz—: De quererla.
—Pero de dónde la sacaste a la… “chica”. —Lo escarnece el funcionario haciendo el gesto de comillas.
Amílcar no quiere asumir que habla de Eva, porque seguro que el tipo va a desacreditar el reciente vínculo. ¿Cómo confesar que se ha enamorado de una mujer no fuerte?
—Siempre estuvo en mi cabeza —dice, con sorpresiva contundencia—. Desde la Etapa Previa.
—Pero pará, vamos por partes, dijo Jack el destripador… —bromea el funcionario—. En primera, acá no se habla de la Etapa Previa. En segunda, ¿vos me decís en instancia metafórica o literal? ¿No será un holograma tu amorcito, no? —Ojea los papeles con atención—: acá dice bien claro en el hh que sos obsesivo crónico, que te encorsetás, y prometés y prometés, que te ponés bien denso y cargoso, y que después no sabés dónde meterte.
Amílcar odia admitir que el tipo tiene razón también en eso. ¡Ese maldito Historial Holografiado! Pero al mismo tiempo, siente que esta vez es diferente. Porque Eva es diferente. Eva es como él. Con las otras chicas siempre le pasó que proyectó tanto, que las espantó. Además siempre trató con refurbisheds o strongwomans. Nunca con una mujer de las de antes, como Eva.
—No, no, no, es real —mira a Eva, que acaba de ser llamada por su nombre, y se está acercando al mostrador—. No es un holograma.
La delegada que la llamó, repite a los gritos, como si ella no estuviera ya a menos de dos metros:
—¡Sivas, Eva! ¡Trámite de pánicos crónicos y no resolución de conflictos! ¡Procrastinación patológica! ¡Tránsito lento por nervios! ¡Temblequeo cuando se enamora por temer meter la pata!
Para que la delegada no siga enumerando, Eva se apresura a pegarse al mostrador, atiborrada de papeles y sosteniendo como puede su tapadito.
PARA LOS PIOJOS: ¡SUFRÍ PIOJITO! EL ÚNICO PIOJICIDA QUE LOS TORTURA Y DEJA MORIR EN LENTA AGONÍA. ¡VENGÁ TU VIDA MISERABLE!
¿EL PIOJICIDA TE DEJA AGOTADO Y SIN ENERGÍA?: ¡CAQUITA FELIZ! ¡COMETE UNA CAQUITA Y ESSSPLOTÁ DE FELICIDAD!
¿SE TE PUSIERON LOS DIENTES MARRONES DE COMER MIERDA? HACELE CASO A LOS BUENOS: FROTÁTELOS CON AMONIQUITO, EL AMONÍACO AMIGO DE TUS DIENTES.
¿EL AMONÍACO DEL DENTÍFRICO TE ESTÁ DANDO DIARREA? ¡PROBÁ CON CULOPARRIBASOL! EL PROTECTOR GÁSTRICO QUE TE BARNIZA LAS PAREDES DEL CULO.
—Qué fue eso —pregunta Amílcar, descolocado.
—Qué fue qué. —El agente del Amor sigue escrutando los formularios como si nada.
—Ese locutor de los altoparlantes.
—¿Y qué va a ser? Los PNT. ¿O creés que ustedes se pagan solos?
—Ah…
Confundido, Amílcar desvía la vista al costado y ve una fuga perpetua de miedositos encorvados y adheridos al mostrador. El tipo continúa:
—Pará, no será Chica Timorata tu media naranja, ¿no? —dice, señalando a Eva con la cabeza y guiñándole un ojo a Amílcar.
—Ah, sí, sí, sí —confirma él, avergonzado—. Bueno, no le digas así —completa, en un rapto de valentía que lo asusta, valga la paradoja.
—¡Linda pareja van a hacer ustedes dos! —Sigue el dependiente—. ¡Eva Sivas y Amílcar Goso… mamma mía! ¿Qué van a hacer, se van a ir a vivir a un cajón bajo tierra? ¡Ya me los imagino, regando las plantas desde abajo! ¡Ja, ja, ja!
Dentro de Amílcar comienza a bullir un líquido denso. No precisamente manso ese líquido. El agente sorbe la flema que le aflojó la carcajada:
—Mmmjjjjjjjjjjjjrrreeescuchá… ¿vos no ves las novelas del Sistema?
—¿Eh? ¿Las novelas?
—Sí, querido, las novelas. Las de las cuatro Mujeres Fuertes, nutriente. ¿En qué mundo vivís?
—Ah, sí… vi algo —dice Amílcar mostrándose casual. Y miente—: es que en el horario que la pasan nunca estoy en mi octavo.
—¡Y si la pasan en todos los horarios y en todas la pantallas! ¡Esas son mujeres reales! ¿Por qué no tratás de curarte para algún día acompañar a una Mujer Fuerte? Digo, en vez de estar atrás de… de esta miedosita.
—Lo que pasa que no me siento cómodo con esas chicas fuertes, no las siento femeninas.
—Cómo te atrevés.
—Perdón, perdón, perdón.
—Voy a hacer de cuenta que no escuché eso, pero cuidado, eh.
—No era mi intención, señor, perdón. Lo que pasa que yo estoy truncadito y no me doy cuenta que las cuatro chicas de las novelas son mujeres reales, y fuertes. Y desde luego, verosímiles —enfatiza Amílcar para limar el peligroso error que acaba de cometer.
En ese preciso momento, se produce el cambio de guardia de la Policía del Amor, que custodia el Bien Supremo de la Igualdad, y que patrulla las galerías observando el Orden, vale decir, que todos sean iguales, para poder reprimir al que no quiere o no puede ser igual. Una tropa de doce Mujeres Fuertes marcha por el salón. El rictus marcial y aguerrido combina con sus distintivos del color del Amor en el cuello y la muñeca. Mientras desfilan intimidantes, cantan el Himno del Amor:
Golpeamos tu puerta
traemos razón
vos pedís clemencia
te damos amor
somos la verdad
somos la razón
gloria y loor
policía del amor
Los miedositos agachan la cabeza en señal de acatamiento. Amílcar tiembla, y busca en Eva una especie de refugio, de protección. Ella no sólo no agacha la cabeza, sino que lo mira a él con firmeza, como transmitiéndole una templanza que ella misma no tiene. A medida que la tropa marcha, los miedositos se hincan reverenciales, con el terror dibujado en sus facciones. Algunos balbucean frases de la letra del himno.
El delegado del Bien que atiende a Amílcar ve pasar el cambio de guardia con una mano sobre el pecho, y cantando la letra a rajatabla. Después, se dirige a Amílcar:
—Por qué no cantás, nutriente.
—Canté, canté, canté —ametralla Amílcar, desesperado.
—Mmmm… Bueno, oíme, tomá asiento que le voy a plantear tu caso a la supervisora, a ver qué me dice, pero no te prometo nada, porque estás muy malito, vos. No creo que tengas arreglo.
—Ah, sí, sí, sí… gracias, gracias, gracias.
Amílcar procura volver al mismo asiento de antes, para que Eva lo encuentre fácil cuando termine su diligencia. Desde allí, él percibe cómo a ella le cuesta explicarse, y qué cerca está de colapsar. También divisa la desaprensión de la delegada, quien no le facilita las cosas a Eva, y no le importa nada hacerla sufrir. Hasta pareciera disfrutar sádicamente la humillación que le prodiga. Sigue bullendo ese raro líquido dentro de Amílcar. No sabe qué es. Se le antoja una especie de lava. Los hombros de Eva caen todavía más, y ella parece al borde del llanto. Amílcar está desesperado por ir a cuidarla, a protegerla y a quererla, pero se contiene. Eva gira sobre sus talones con la cabeza gacha. Cuando alza la vista, se topa con Amílcar haciéndole señas para que se acerque. Ella se acerca con andar cansino, vencida.
—Cómo te fue —pregunta él antes de que ella se siente.
Al borde del llanto, Eva dice:
—No me quieren dar el certificado de salida de Zona de Confort, porque dicen que no aprobé nunca Pánicos Crónicos y Pesadillas Recurrentes. —Se derrumba en la silla.
El líquido que bulle adentro de Amílcar, bulle más.
—Escuchame, tranquila. Yo te voy a ayudar.
¿De verdad acaba de decir eso? No reconoce esa voz. ¿De dónde salió esa voz? Al escucharlo, Eva empieza a pucherear. Se tapa la boca fruncida con el puño apretado, y por las comisuras de los ojos, literalmente, le explotan lágrimas que caen sobre los formularios. Amílcar se enternece mucho, muchito; quiere abrazarla, está a punto de hacerlo, pero sigue conteniéndose.
—Vos querés un hombre que te cuide —dice Amílcar.
—Sí —lloriquea Eva; y enumera de un modo casi infantil—: que me cuide, que me proteja y que me quiera. Pero dicen que tengo que ser Mujer Fuerte, y olvidarme de cuentos de hadas. Me ordenaron ver las novelas de las cuatro mujeres que pasan por las pantallas… ¡Pero yo no puedo verlas, porque todo es muy forzado y actúan muy mal! ¡Y yo me siento como un Bambi violado! —Colapsa en llanto—: ¡Yo no quiero ser como los hombres! ¡Yo quiero ser una mujer como antes! ¡Sólo quiero un hombre que me quiera! ¡Un hombre de verdad!
Eva llora, y se recarga sobre Amílcar sin darse cuenta.
Él reflexiona acerca de lo que le había dicho su delegado del Bien: en rigor, si tiene miedo de morirse, y cuando se muera se acaba todo, incluido el miedo, es bastante ilógico ese miedo. Entonces piensa que quizá, y sólo quizá, si él se atreviera a volar, metafórico aunque más no sea, sin el entrenamiento ni la licencia de voladura… quizá, y sólo quizá, podría llegar a traspasar la Frontera; y en ese caso, quizá y sólo quizá, podría rescatar a Eva. Ese evento lo convertiría en hombre de verdad, dejaría de ser un miedosito, sin haber pactado nunca con ser un refurbished o un deconstructed. Pero para eso necesitaría que ella se deje cuidar, proteger y querer un poquito. Necesita al menos una muestra gratis de esa confianza. Con ese combustible, él siente que podría levantar vuelo, y hasta sacar a Eva del Mundo del Amor.
La cremosa densidad que hierve adentro de Amílcar tiene la consistencia del odio, muy opuesta al engrudo que siempre lo habitó, a la Masa Buena, esa sustancia oleaginosa y pesada que el Sistema le inocula todas las mañanas. Y esa cosa que ahora tiene adentro, pugna por salir, como un vómito. No sabe cuánto más podrá contenerla: ya siente náuseas, y las primeras arcadas.
De repente, regurgita un reflujo de esa masa mala, en lo que parece ser apenas un prólogo emético y feroz. Esa regurgitación sale en forma de poderosas palabras. Palabras firmes, directas, concretas:
—Escuchame, Eva. Basta. Yo te puedo cuidar, proteger y querer. Pero vos me tenés que dejar hacerlo. Y vos me tenés que cuidar, proteger y querer a mí.
Ya está, lo dije, piensa Amílcar, sin creérselo. Eva levanta la mirada. Los ojos húmedos, transparentes, incrédulos.
—Y tendrías que venir conmigo a la isla —completa él.
Eva se restablece de a poco del acceso de llanto. Se seca las lágrimas con un pañuelito de hilo beige bordado con florcitas amarillas.
—Pero viste que ellos nos tratan como si no existiéramos…
—Sí —dice él.
Ella lucha por contener el llanto.
—¿Y si no existimos? Me da mucho miedo. ¡Mucho muchito!
Amílcar, ahora muy aplomado, intenta hacerla reflexionar:
—Eva, escuchame: ¿a vos te parece que somos nosotros los que no existimos? ¿Vos viste lo que son las cuatro chicas de las novelas?
—Y… pero el Sistema…
—Eva, el Sistema no es real.
Esa cosa adentro del pecho le produce a Amílcar una euforia alocada, una serenidad que no conocía ni en sueños. Ya no balbucea, tartamudea ni repite palabras. Sólo dice lo que quiere decir.
—Y no te aterra... —pregunta Eva, aterrada.
—Sí, pero últimamente, menos.
—Pero no tenés miedo a traspasar la Frontera…
—Sí, tengo miedo, pero qué remedio. Y si logro cruzar, quizá ya no tenga miedo.
Ella lloriquea, dulce y frágil como una niñita desquerida:
—No sé, ya no sé qué hacer… es que no quiero cruzar la Frontera sin que un hombre de verdad me haya cuidado, protegido y querido. ¡Estoy tan confundida!
—Eva, los hombres que no aceptaron la vacunación no son como los de esas novelas de las cuatro Mujeres Fuertes.
—¡Ya sé que no! Yo los vi en los documentales. Sé que existen.
—Pero esos hombres están en extinción. Y escondidos, porque los están cazando, los meten en cautiverio, y los obligan a ser refurbished o deconstructed, y si se resisten, los queman en la Hoguera del Amor.
—¡Ni lo digas! —Rompe en llanto de nuevo.
—Escuchame, Eva. —La agarra delicada pero firmemente de los brazos—: no podemos ocultar más la verdad de lo que pasa. A mí me vacunaron de grande, porque de chico, por una cuestión familiar, me dieron una excepción de agnosticismo, y parece que no me prendió bien la vacuna, porque no hay caso, no puedo vivir en el Mundo del Amor. —Procura hablar con voz serena para no alterar más a Eva. Ni alterarse más él—. Qué pasaría si ese hombre te protegiese, te cuidase y te quisiese simultáneamente al cruce de la Frontera, sin saber a ciencia cierta qué hay detrás. Quizás ese hombre podría ser un miedosito, que en el acto de cruzar la línea, se convirtiera en un hombre de verdad… —dice Amílcar, sugerente.
—Y… no sé, también me aterra… —dice ella, que no parece interpretar del todo el mensaje de Amílcar—. ¡Todo me aterra!
—Pero te aterra porque no conociste a ese hombre, pero si lo conocieras.
—No sé, igual estaría aterrada.
—Pero podrías animarte a cruzar.
Eva contiene estertores de un llanto que no se agota:
—Podría ser —concluye con voz tenue.
—Necesito decirte algo, Eva: yo me postulo a ser ese hombre. Yo te quiero cuidar, proteger y querer. Pero para sacarte del Sistema, necesito de tu confianza.
Eva empalidece, tiene como un vahído, y Amílcar la apantalla con los formularios. Una vez recuperada, ella exclama:
—¡Pero yo no tengo confianza! ¡Y no sé qué hay fuera del Sistema! Yo quiero que un hombre de verdad me cuide en el Mundo del Amor…
—No, Eva. En el Mundo del Amor jamás va a ocurrir. —Y alentándola—: ¡Sí que tenés confianza! ¡La tenés que buscar adentro! Una vez tuviste 0,5 de confianza en sangre… ¡Cómo no vas a tener! ¡Ahora vas a tener 1 ml completo de confianza! ¡Te lo digo yo!
Aturdida, Eva no comprende de dónde salió la nueva personalidad arrolladora de Amílcar. ¿Acaso él la engañó antes haciéndose pasar por miedosito? No puede ser, porque por algo está acá. ¿Realmente se puso bravío? Mil sensaciones la invaden, entre otras, una especie de admiración hacia él. Una admiración romántica.
Amílcar considera que es el momento de jugarse el todo por el todo: sin ningún permiso ni justificación la agarra a Eva y la aprieta fuerte. La abraza, abarcándole todo el cuerpo, frotándola para generarle calor. Ella empieza a temblar, con un temblor excesivo, como si experimentara convulsiones, Amílcar debe hacer un gran esfuerzo para sostenerla.
—Yo te voy a cuidar, a proteger y a querer —le dice al oído mientras la aprieta fuertemente.
Ella llora, vibra y trona como un lavarropas que centrifuga. Si bien la escena es dantesca, a ninguno de los miedositos que pueblan el salón los sorprende. Al fin, Eva se va calmando, como si hubiera exorcizado un demonio.
—Me vas a cuidar, a proteger y a querer —pregunta mirando a los ojos de Amílcar.
—Te voy a cuidar, a proteger y a querer —confirma él.
—Pero por qué, ¡si no soy Mujer Fuerte!
—Por eso. Porque sos la mujer real, Eva. El Sistema es una mentira.
Pero a todo esto, Amílcar no carece del terror más absoluto. La diferencia con su antiguo estado es que esa lava que ahora tiene adentro lo impulsa a través del miedo paralizante. Es como si no fuera él esa fuerza, esa masa que lo habita no sólo doblega el miedo, sino que doblega la propia voluntad de Amílcar. Pero el miedo sigue siendo miedo. Por momentos, terror. Y como un catatónico al que no le prendió la anestesia, encandilado por el brillo del bisturí que sostiene su cirujano, Amílcar es prisionero de esta fuerza ignota y valerosa que se lo lleva puesto. Y como no lo puede evitar, piensa que mejor si enfrenta su miedo exagerando la valentía con Eva, para que al mostrarle aplomo a ella, ella rompa las cadenas, y le regale su confianza, para él extraer de esa confianza más valentía. Ese es el círculo virtuoso que debe mantener en constante movimiento. No tiene muy claro cómo lo hará, probablemente no lo logre, pero quiere intentarlo.
Eva, por su parte, empieza a sentir adentro un líquido que la recorre como si ella fuera una vieja cañería oxidada. Se trata de un líquido espeso y calentito, como un chocolate caliente, que va abriéndose paso por las venas y las arterias, y le va calentando las manos, que suele tener heladas. No recuerda cuándo no tuvo las manos heladas y los pies helados. Y justo en ese instante, se abre una compuerta, y ese chocolate caliente que la recorría por dentro, ahora rebalsa en forma de palabras por su boca:
—Quiero que vos me cuides, me protejas y me quieras —confiesa, con embrionaria seguridad—. Pensé que jamás te fijarías en mí por ser una miedosita.
Incrédulo, Amílcar le inspecciona los ojos para cerciorarse de que ella no exagera ni miente piadosamente para tratar de conformarlo. Ella continúa:
—Hubo una mujer en la Etapa Previa a la Era del Amor Absoluto que decía cosas que a mí me quedaron grabadas, algunas me las aprendí de memoria: “Soy egoísta, impaciente y un poco insegura. Cometo errores, estoy fuera de control y, a veces, soy difícil de manejar. Pero si no me puedes manejar en mi peor momento, entonces seguro que no te mereces mi mejor momento”. Se llamaba Marilyn Monroe, ¡y yo siento que soy como ella! ¡Una mujer como antes, que quiere que un hombre de verdad se merezca su mejor momento!
Amílcar no necesita más. La agarra de la mano, y avanza hacia el mostrador. En ese acto, todos los papeles y formularios se desparraman por el piso. Incluso el tapadito de Eva queda tirado por ahí.
—¡Estoy seguro que la Frontera está del otro lado! —grita Amílcar.
—¡Pero no tenés Licencia de Voladura! ¡Mi tapadito!
—¡Donde vamos no necesitás el tapadito! ¡Confiá en mí! ¡Tu confianza es mi combustible!
—¡Pero pará! —grita ella con expresión de pánico, acaso por estar a punto de confesar lo inconfesable—. ¡Hay algo importante que no te dije!
Se ve que Amílcar no quiere sorpresas, al menos por ahora, porque no hace caso a las palabras de Eva, ni a su mirada esquiva, delatora de algún secreto que la atormenta.
Los delegados del Bien siguen atendiendo las diligencias de los miedositos, simétricamente pegados al mostrador, como ganado que abreva antes del sacrificio. Amílcar y Eva se acercan a la infinita mesa de entradas, y a pesar del murmullo general y la cantidad de semovientes que circulan, uno de los delegados advierte la presencia de ellos, y los reprende:
—Ustedes dos, libérenme el mostrador, atrás.
—Liberame el culo, hijo de puta —dice, Amílcar, y se trepa a la mesa de entradas.
Y el delegado:
—¡Te conmino a no ver morir a tus allegados!
De una patada, Amílcar le arranca la cabeza. El cuerpo se desploma, y la cabeza describe una parábola en el aire, aturdiendo con curiosos improperios—: ¡PERFORMATIVO! ¡PARADIGMA! ¡IDENTITARIO!
Eva, paradita frente al mostrador, se agarra la cabeza. Amílcar se enfurece:
—¡Cabeza de mierda, dejá de asustarnos! —le grita Amílcar a la cabeza, que rueda ya por el piso, hasta chocar con los pies de la funcionaria que atiende la diligencia de Elvia Jetrunco:
—¡PATRIARCAL! ¡ESTIGMATIZANTE! ¡EMPODERADES! —Sigue la cabeza.
—¡Miren lo que le hizo a Jorge Hugo! —dice la agente del Bien—. ¡Esto es inaudito!
—Inaudito es tu culo fofo —Grita Amílcar, que ha perdido la chaveta, y gesticula con la elegancia de Guy Williams en El Zorro, pero blasfema como corista de varieté. Y dirigiéndose a la miedosita Elvia Jetrunco—: ¡Atrevete de una vez! ¡Aceptalo: el Sistema te va a seguir metiendo miedo! ¡Saltá!
La agente Ofelia modula por handie:
—¡Los Ángeles 15 7 Mary 3 y 4! ¡Solicitamos refuerzos en el Sector 5 g!
Se acercan policías del Amor, y también irrumpe el temible grupo comando Galletita, una fuerza de elite conformada mayormente por deconstructeds de primera generación. Amílcar estira la mano para que Eva suba al mostrador. Ella sube, eufórica a pesar del miedo, mientras él le grita a Elvia:
—¡Saltá! ¡Tenés que hacer ese viaje de una vez!
—¡No puedo, no puedo! —llora Elvia.
Un integrante del Comando Galletita se acerca a Amílcar por detrás con la clara intención de reducirlo, pero Eva se anticipa arrancándole en un mismo acto el casco de combate y la peluca azabache, dejando a la vista lo que no quiere exhibir un deconstructed, aquel símbolo inequívoco de su naturaleza primitiva: la alopecia androgenética. El pelado se tapa la cabeza con las manos y busca refugio a la vergüenza.
—Me salvaste —dice Amílcar, y le acaricia la mejilla a Eva.
—Sí —dice ella, embelesada.
Alertados por el desmadre, se acercan más y más security loves. Elvia Jetrunco sigue sin atreverse:
—¡No me animo, no me animo!
—¡Vamos, Elvia, vos podés! —Grita Eva, y estira la mano para que trepe.
—¿Y si me pasa algo?
—¡Mejor! —alienta Eva.
—¡Esa es la idea, Elvia! —Grita Amílcar—. ¡Que te pase algo de una vez! ¡Subí!
Eva llega a agarrar la mano de Elvia, y tira fuerte, obligándola a trepar. La delegada del culo fofo le secretea indignada a un compañero, y este reacciona:
—¿Vos le dijiste culo fofo a Ofelia? —Intima a Amílcar un gordo grandote con top amarillito de lycra.
—¡Sólo dije la verdad, refurbished de mierda! —dice Amílcar, alzando los hombros y abriendo los brazos en un gesto de provocación. Después se agacha y agarra una engrampadora en cada mano, y como un maníaco general en batalla, grita enardecido—: ¡¡¡Pero ustedes no pueden manejar la verdad!!! —Con la carcajada delirante de un líder mesiánico, dispara grampas a dos manos contra los delegados, la Policía del Amor y el Comando Galletita. Los agentes rasos de atención al público se tiran cuerpo a tierra, protegiéndose de la furia de Amílcar. A todo esto, se produce un singular evento sonoro: desde su cabeza, empieza a salir música a un volumen colosal, superando en decibeles las vociferaciones de la cabeza de Jorge Hugo. La tonada en cuestión pertenece a la Etapa Previa: True Believers de The Bouncing Souls, música que sonaba antes de la Gran Vacunación.
La agente del Amor Ofelia intima a sus compañeros:
—¡Levántense y peleen por mi derecho a ser una mujer real!
Los agentes, todos refurbisheds o deconstructeds, se abstienen de intervenir al ver que a Amílcar, Eva y Elvia, por alguna razón, la anestesia les ha dejado de hacer efecto, y ostentan un notable aumento de la belicosidad. A su vez, la Policía del Amor y el Comando Galletita tampoco parecen saber cómo hacer frente a la insurrección. Ofelia se desespera: agarra de los pelos la cabeza del compañero decapitado, y la exhibe:
—Como si fuera poco llamarme culo fofo, ¡le arrancó la cabeza a Jorge Hugo!
La cabeza sigue emitiendo máximas irrazonables:
—¡HETERONORMATIVO! ¡ALIENACIÓN! ¡CONSTRUCTO SOCIAL!
—Ah, no —dice crispado uno de los que está cuerpo a tierra—, era nuestro delegado del mes, ¡uno de los mejores cuadros del Sistema! ¡Miren lo que le hicieron! —Pero no hace nada respecto de lo que denuncia, y se cubre con una pila de biblioratos.
—¡Nos estaban matando de miedo, hijos de puta! —grita Amílcar, siempre con la canción brotándole del cráneo a un volumen imposible. Eva tiene los ojos como soles, clavados en Amílcar, quien da la orden gestual de saltar. Los tres juntos saltan del otro lado del mostrador, corriendo al fondo en busca de la Frontera. Ofelia se enloquece:
—¡Agárrenlos! ¡Que no escapen! ¡Tienen que ir a la hoguera!
Pero los agentes no quieren intervenir, y se ve que las fuerzas de seguridad no quieren emplear la fuerza definitiva. La cabeza sí sigue con su retahíla verbal:
—¡MARRONIDADES! ¡TRANSGÉNERO! ¡MANSPLAINING!
Ofelia mira a los ojos de la cabeza que tiene en la mano:
—¡Basta, Jorge Hugo! Esas estupideces ya no sirven para nada. —Y con mirada de odio penetrante, masculla—: llegó el momento de matarlos de Amor.
El terror aparece ahora en los ojitos de la cabeza de Jorge Hugo, y es un terror justificado: Ofelia inicia la rotación del lanzamiento de bala: da unas cuantas vueltas con la cabeza agarrada entre la mano y el mentón, y la arroja en dirección a los prófugos. Elvia ve venir la cabeza a los gritos—: ¡ENTES MENSTRUANTES! ¡MIEMBRAS! ¡MAPADRES!
—¡Se acerca esa cabeza! ¡Viene con todo! ¡Cuidado!
A último momento esquivan el proyectil craneal, que por la velocidad que trae, atraviesa la Frontera y desaparece del otro lado de la existencia. Agitados y tomados de la mano, los tres sediciosos asienten mirándose a los ojos, se despiden con afecto metafísico, y cruzan la Frontera.
***
Una bandada de pájaros exóticos cruza en v bajo un sol radiante que se refleja en la inmensidad del mar turquesa. Pocos metros antes del agua, sobre la arena blanca, una gigantesca sombrilla proyecta sombra sobre algunas reposeras y elementos de picnic. Entre otras cosas, se distingue una mesita ratona sobre la cual reposan apetitosos cócteles tropicales.
Amílcar, Eva y Elvia, caminan aún agitados en dirección a la sombrilla. Elvia se descalza y empieza a correr con una expresión de plenitud rayana en la locura. Corre hasta el agua y chapotea como si fuera una niña. Eva y Amílcar llegan a la sombrilla, se descubren el torso mirándose cómplices. Debajo del corpiño juvenil se insinúan los pequeños y firmes senos de Eva. Amílcar tiene un físico más atlético y fibroso de lo esmirriado que parecía debajo de la camisa. Él se arremanga los pantalones, y ella se arremanga la falda justo al límite de la bombacha. Amílcar sonríe, y por un reflejo de su vieja timidez, aparta la vista de las piernas de Eva. Se sientan en las reposeras, observantes y maravillados de todo cuanto los rodea. Enseguida, cada uno agarra una bebida, y brindan.
—Gracias por traerme a la isla —dice Eva.
—Gracias por rescatarme —dice Amílcar.
Beben. Después se acercan y se dan un dulce beso de labios.
Por la arena húmeda, se acerca —deslizándose trabajosamente— un musculoso muchacho en silla de ruedas. El joven está muy bronceado, y sólo viste una sunga, que en nada soslaya su virilidad proverbial. Al llegar a la altura de Amílcar y Eva, empieza a subir hacia la arena blanda. A pesar de la fuerza que hace, llega un momento en que la silla ya no puede avanzar, y las ruedas quedan enterradas. Impulsándose en los apoyabrazos, el joven se lanza a la arena y queda tendido boca abajo. Levanta la cabeza, y siempre con una sonrisa radiante que contrasta su piel bronceada, empieza a arrastrarse con la fuerza de sus brazos, dejando surcos tras de sí.
Amílcar aguza la mirada con un gesto de desconcierto y sorpresa:
—Ruedas… ¿Sos vos?
El muchacho se detiene y exclama:
—¡Y quién va a ser! ¡Dale, vení a buscarme!
Amílcar deja el trago y salta de la reposera con una desorbitada felicidad en la cara. Se tira encima del Ruedas y lo abraza. Los dos se retuercen en la arena como dos enamorados que se reencuentran después de una larga separación involuntaria. Ruedas ríe a carcajadas, Amílcar llora emocionado.
—Ruedas…
—Cómo te extrañé, amigo. Te animaste al final. Yo sabía.
—No lo puedo creer —dice Amílcar secándose las lágrimas y arrodillándose junto a Ruedas.
Después de los abrazos, se miran agitados, Ruedas boca abajo, erguido como una cobra, Amílcar arrodillado.
—Cómo te diste cuenta que era yo —dice el recién llegado.
—Por los tres surcos.
Los dos ríen con lo que parece ser una broma de viejos amigos. Después Ruedas señala con la cabeza a Eva, quien observa alelada la escena.
—¿No me vas a presentar?
Amílcar se recompone de la conmoción.
—Claro —dice, y levanta en brazos a Ruedas ayudándolo a sentarse a la sombra.
—Te quiero presentar al tipo más valiente que conozco —dice Amílcar, jadeante por el esfuerzo—: mi amigo Ruedas.
—Mucho gusto —dice Eva sonriente, y le estira la mano.
—Ruedas, Eva es la mujer que cuido, protejo y quiero. La que me salvó.
—Encantado, Eva —dice Ruedas—. En la Etapa Previa, Amílcar me había dicho que eras hermosa, pero nunca pensé que tanto.
Eva se ruboriza a tal punto que esa rubicundez es evidente incluso bajo el sol radiante.
Ruedas y Amílcar se cuentan muchas cosas del tiempo que no se vieron, se ponen al día. Eva los escucha admirada. El sol va girando, y Ruedas queda fuera del cono de sombra.
—Ufff, qué calor hace —dice— ¿Vamos a darnos un chapuzón?
Amílcar asiente, y Eva prefiere que los amigos vayan solos. Amílcar se carga a Ruedas al hombro, y camina hacia el mar. Cuando el agua le llega a la cintura, reposa a Ruedas, y quedan los dos flotando frente a frente.
—No puedo creer que te encontré —dice Amílcar.
—Yo te encontré —dice Ruedas.
—Pero es que después del accidente, cuando vi cómo quedó el auto, no quise saber nada. No tuve el valor.
—Pero al final lo tuviste, porque acá estás.
—Sí, puede ser… Gracias a Eva.
—Lo importante es que nos reencontramos.
Un enorme y exótico pájaro pasa cerca, y los dos siguen su trayectoria con la mirada, el pájaro grazna y excreta una materia blancuzca sobre la cabeza de Jorge Hugo, incrustada en la orilla. Amílcar mira a Ruedas con picardía.
—¿Sabés qué? Te voy a presentar a Elvia.
—Quién es.
—Una amiga que también sufrió mucho, muchito. Y se vino acá con nosotros escapando de los Buenos. Del puto Mundo del Amor.
—Me encantaría.
—Ruedas… tengo tanto que quiero preguntarte…
—Pregunte, amigo.
—Vos por qué cruzaste la Frontera.
—Porque mi sueño era andar, y cuando quedé truncadito, me dije: Ruedas, a la mierda todo. Y crucé. Así de una.
—No puedo creerlo, siempre fuiste tan valiente. ¡Pero valiente de verdad!, no como esos farsantes del otro lado. ¿Extrañás el automovilismo?
—Para nada, fue una etapa. Además, como pudiste ver, sigo rodando —dice, y hace el gesto de impulsar la silla con los brazos—, o sea que hasta mi apodo se mantiene vigente.
—Es verdad —Amílcar sigue emocionado—. No sabés la felicidad que me da encontrarte.
—A mí también, Amílcar.
Los amigos empiezan a bracear paralelos a la costa, pero como la corriente va en sentido contrario, se mantienen siempre en el mismo lugar. Sobre ellos planea el pájaro que acaba de defecar la cabeza de Jorge Hugo. Pareciera custodiarlos.
Bajo la sombrilla, Eva bebe su cóctel mientras mira nadar a Amílcar y a Ruedas, con ese pájaro loco sobre sus cabezas. Eva piensa que es una escena digna de ser registrada, y decide que comenzará a pintar mañana. Es más, ahora mismo va a preguntar por ahí si alguien tiene un lienzo y unas acuarelas que le preste. Ese pájaro que vuela encima de la cabeza de Amílcar y Ruedas, pareciera custodiarlos. Sí, definitivamente, tiene que pintar ese cuadro.
Se acerca Elvia, vestida con pollera hawaiana y corpiño de flores, portando una bandeja cargada de cócteles.
—¡Elvia! —saluda Eva—. ¡Qué hacés con esa bandeja!
Los tragos largos temblequean peligrosamente.
—Cumpliendo el sueño de mi vida —dice Elvia, que de tan excitada apenas puede hablar—. Y todo se lo debo a ustedes.
—¡Conseguiste trabajo!
—¡Sí! Y en lo que siempre quise: ¡camarera de playa!
—¡Ay, Elvia, qué alegría! —dice Eva, y se levanta a ayudarla—. ¿Sabés dónde puedo conseguir lienzo y acuarelas?
Se acercan Amílcar y Ruedas, el primero cargando al segundo.
—Buenas —dice Ruedas, desde arriba de Amílcar, como un loro desde el hombro de un pirata.
—Buenas —responde Eva.
—Qué hacés, Elvia —saluda Amílcar, todavía chorreando agua.
—¡Trabajo de lo que siempre quise!
—Bravo —dice Ruedas, mientras Amílcar lo baja a la arena—. Actitud ganadora.
—Justo le contaba a Ruedas de vos, Elvia —dice Amílcar, y Elvia se contrae pudorosa—. Los presento oficialmente: Ruedas, Elvia; Elvia, Ruedas.
—Mucho gusto —dice Ruedas.
—Mucho gusto —dice Elvia.
—¿Elvia qué, si puedo preguntar?
—Elvia Jetrunco —responde ella.
—Ah… Jetrunco… ¿De los Jetrunco de Literalidad o de Metáfora? Porque yo tengo unos parientes Jetrunco en la región de Metáfora.
Amílcar parece incómodo con lo que pregunta su amigo:
—Ruedas, dejate de joder. —Y acercándose a él—: no vaya a ser que sean primos o algo.
Ruedas ríe. Amílcar cambia el tema:
—Justo en el agua le comentaba a Ruedas que podríamos cenar los cuatro. —A Elvia se le ilumina la cara—. Si no tenés otro plan, Elvia.
—No, no —dice ella, eufórica—. No tenía plan todavía. ¡Me encanta! Yo salgo de trabajar a las siete.
—¡Perfecto! —dice Eva.
—Bueno, les dejo estas margaritas —dice Elvia—. Para la cena puedo traer rabas y geishas de salmón y palta. ¿Les gusta?
—¡Sííí! —gritan todos a coro. Y Eva le secretea—. A las siete te paso a buscar por el trabajo y nos ponemos lindas, ¿dale?
—¡Sí, me encanta! —grita Elvia desarmando el secreto—. Y le pido a mis compañeros lienzo y acuarelas.
Se aleja con la bandeja vacía, salticando y tarareando la canción de los Tres Chiflados. A los diez metros, se da vuelta, y grita:
—¡No soy más Jetrunco! ¡Me saqué el apellido familiar!
Cuando se aleja lo suficiente, Amílcar le cuenta a Ruedas:
—Pobrecita… Antes de cruzar no sabés cómo la engañaban. Estaba más trastornada que nosotros —le guiña un ojo a Eva. Ella le devuelve el guiño.
—Me gusta, es bien chiquitita, me gusta… —dice Ruedas, y pregunta, pícaro—: ¿Y ustedes?
Eva agacha la cabeza pudorosa, como cediendo a Amílcar el relato.
—Bueno, la verdad es que yo me había fijado en ella desde un principio, pero no me atrevía: vos me conocés, no podía hablar, tartamudeaba, me quedaba paralizado. Y… ninguno de los dos podía cumplir los requisitos de strongwoman y deconstructed… Entonces empecé de a poco a aceptar mi vulnerabilidad, y paradójicamente, me hice más fuerte… ahí la traté de convencer a ella… ojo, todavía sin decirle que me gustaba.
—Y nos empezó ese líquido a andar por las venas —acota Eva—, ahí empezó todo.
—Sí, nos empezó a agarrar esa cosa caliente.
—¡Ah, ese líquido! —exclama Ruedas—. Es genial cuando te llena esa calentura.
Eva sonríe. Amílcar sigue:
—Y bueno, no sé bien, pero en determinado momento, empezamos a romper todo. Y después… ¡seguimos rompiendo todo! —Ríen—. Cuando empezaron a reprimir, saltamos.
—Yo te digo cómo fue —dice Eva—: este loco se subió al mostrador y empezó a engrampar a los Buenos. Yo no lo podía creer, pero lo vi tan seguro, que pensé: si igual no puedo más. —Y agrega pudorosa: pero yo ya me había fijado en él...
Eva quiere conocer más sobre el amigo de Amílcar.
—¡Qué linda historia! —Festeja Ruedas.
—Y vos, Ruedas… contame de vos.
—A mí me empezaron a llamar con tantas palabras y eufemismos, que al final no me querían ni ver, porque para nombrarme tardaban como diez minutos, y se les hacía un trabalenguas. Me rebautizaron con esa sigla interminable. Y me querían cambiar. Me usaban. Más que nada, de ejemplo. Me necesitaban paralítico para vender su producto, pero después que se apagaba la cámara, me dejaban ahí olvidado. Así que al final los mandé a todos a la mierda y me vine para acá. Acá soy yo, y nadie me mira con esa mirada lastimera. Acá nadie me discrimina.
—Sepulcros blanqueados —dice Amílcar con la mirada en el horizonte.
—Ratas —corrige Ruedas.
—A mí me dañaron mucho —dice Eva.
—A mí me dejaron truncadito —dice Ruedas—, imaginate. Me tuve que ocupar yo de cruzar la Frontera. Si fuera por esos hijos de puta, todavía estaría trabajando de ejemplo las 24 horas. Gratis, además. —Ruedas parece recordar algo concreto—: Una vez me invitaron a un programa de preguntas y respuestas, porque querían mostrarme de ejemplo. Fui sin saberlo. El conductor era un categoría 10, defensor del Bien Supremo de la Igualdad, se llamaba Joe 90, y empezó a usarme de ejemplo constantemente… A repetir una y otra vez que todos somos iguales… pero no paraba, eh, y a mí no me dejaba hablar, no le interesaba lo que yo pudiera decir, lo daba por sentado; sólo me usaba de ejemplo y me llamaba con la sigla interminable. Hasta que me harté y le dije, me llamo Ruedas, idiota, y soy mucho más que un paralítico, muñeco imbécil. El tipo quedó tan descolocado, que dije: ahora me sacan del aire. Y tal cual: de la nada aparecieron policías del Amor, y me sacaron nomás, sin la menor explicación a la audiencia, y mucho menos a mí. No sé qué habrán hecho con el programa, pero yo me dije a la mierda todo, y ahí fue cuando crucé. Y mientras cruzaba, oí a lo lejos que para disimular el papelón, Joe 90 recitaba un PNT de piojicida; mal dicho, con una dicción de mierda, como apurado, sin el menor respeto por el anunciante que le pagaba el sueldo.
—¡Ja! PNT de piojicida —ríe Amílcar—, siempre lo arreglan con eso.
—Menos mal que nos atrevimos —dice Eva.
—Incluso Elvia se atrevió —dice Amílcar y le guiña un ojo al amigo.
—Está linda Elvia —dice Ruedas, Eva sonríe.
***
Amílcar y Ruedas contemplan en silencio el semicírculo naranja apoyado en el horizonte azul. Eva y Elvia se acercan caminando. El sol rasante les arranca del pelo destellos dorados, y los ojos de las chicas reflejan el turquesa del agua. Traen bandejas repletas. Bajo el brazo, Eva aprieta un lienzo.
—Ayudemos —dice Ruedas.
—No, dejalas, ellas quieren hacerlo.
Cuando las chicas llegan, Amílcar suma otra reposera y acerca la silla de Ruedas para que él se siente. Improvisan un coqueto living a la vera del mar. Los cuatro comen, beben, ríen, cuentan anécdotas.
—Qué es ese lienzo —pregunta Ruedas.
—Es el lienzo donde voy a pintar un cuadro de ustedes nadando con el pájaro.
—Ah, genial.
Amílcar la mira a Eva, orgulloso.
—Alguien que yo conozco ya no deja para mañana lo que puede hacer hoy…
Le pellizca el cachete delicadamente. Eva sonríe dulce y le atrapa la mano entre la quijada y el hombro, y le besa esa mano.
—Ya tengo el lienzo —dice—, mañana los pinto.
Amílcar le acaricia el cuello con el dorso de la mano.
A pocos metros de ellos, una pareja y un niño contemplan el atardecer sentados en la arena. El chico no deja de mirar hacia donde están los cuatro amigos conversando. Eva mira al chico y le hace un gesto gracioso, que anima al pequeño a pedir lo que desea:
—Puedo jugar con la pelota —pregunta muy educado.
Eva se sorprende.
—Cuál pelota, mi amor.
—Esa —dice el chico, y señala la cabeza de Jorge Hugo, que lengüetea en la arena húmeda entre un cardumen de almejas.
—Por supuesto —dice Eva—, para eso está.
El chico corre entusiasmado hasta la pelota —la cabeza—, y la patea. La cabeza reacciona de un letargo de silencio, y empieza de nuevo con sus palabras locas:
—¡REVOLUCIÓN! ¡ESPECISMO! ¡MICROAGRESIÓN!
La pareja que está con el chico saluda y agradece desde su lugar. Cordial, Eva levanta la mano.
Cuando el sol se oculta, Elvia enciende velas dentro de fanales. Ruedas la mira hacer.
—Elvia, querés caminar.
—¡Claro! —dice ella, y se abriga los hombros con la chalina comprada con su primer jornal.
Ruedas le hace un gesto a Amílcar, que se pone de pie, levanta al amigo y lo deposita en la silla de ruedas.
Ruedas y Elvia hacen unos metros, a Ruedas le cuesta mucho hacer andar la silla en la arena seca.
—¡Le vas a tener que meter pantaneras! —grita Amílcar.
—¡Callate, no ves que estoy truncadito!
—De los “Truncadito” de Literalidad o de Metáfora —pregunta Elvia, irónica, y ayuda a empujar la silla, mientras los cuatro ríen a carcajadas.
Amílcar enciende una fogata, que ilumina cálidamente la noche caribeña. A lo largo de la playa, un sinfín de luces de velas y de otras fogatas, y la sucesión infinita de grupitos de personas que cruzaron la Frontera escapando del Mundo del Amor.
Elvia y Ruedas regresan del paseo. Cuando él ya no puede hacer rodar la silla en la arena blanda, se lanza a arrastrarse los últimos metros. Elvia lo mira orgullosa:
—¿Puedo? —pregunta tímidamente.
—Claro —dice él, dotado de una masculinidad de Etapa Previa.
Eva se le monta en la espalda.
—Estás bien agarrada —pregunta él.
—¡Sí! —dice ella exultante y divertida.
Ruedas relincha como un caballo loco y yergue un poco el torso, como corcoveando. Elvia se le agarra del pelo, y Ruedas, sólo con sus brazos musculosos, se arrastra hábilmente los últimos metros hacia donde están Eva y Amílcar.
—¡Lo estoy montando en pelo! —Anuncia Elvia a sus amigos.
—¡Muy bien! —festeja Eva. Y Amílcar—: ¡Elvia, mirá que después te va a querer montar a vos!
—¡Iupi, arre! —Festeja Elvia, que pareciera no disgustarle tal posibilidad. Y sensual, se agacha a buscarle los ojos a Ruedas—. ¿Y cuál es tu apellido, Rue?
—Tresurcos.
—Ah…
Elvia se baja y empieza a preparar bebidas con ingredientes que saca de una heladerita. Amílcar ayuda al amigo a sentarse en una de las reposeras. Por su cabeza empieza a sonar Midnight, The Stars And You, interpretada por Al Bowly, Ray Noble & His Orchestra. Pero no suena fuerte como cuando peleaba en el Mundo del Amor, sino a un volumen agradable que no impide que él mismo pueda conversar.
Cae cerca la pelota —la cabeza de Jorge Hugo—, y queda con la mirada fija en Amílcar, como provocándolo con ojos chispeantes:
—¡CISGÉNERO! ¡HEPATOPROTECTOR! ¡ORTOMOLECULAR!
—Ufff… esta cabeza de mierda —dice Amílcar—. ¡Basta cabeza intimidante, no nos persigas más!
—Qué dice —pregunta Ruedas.
—Nada, estupideces —dice Amílcar, resignado—. Le quedó adentro el mensaje grabado del Sistema, pero como está desconectada de la base, se le mezcla con los PNT. Igual me hace daño.
Eva ve a la cabeza buscarle camorra a su novio, y la cara se le transfigura:
—¡No te atrevas a meterte con mi hombre de verdad, cabeza de mierda! —dice con expresión combativa y los ojos achinados. Levantándose y tomando carrera, le asesta una patada a la cabeza de Jorge Hugo. Y lo hace con efecto de slice, para que la cabeza vaya hacia la derecha, donde el niño jugaba con ella. Pero no hay caso, apenas la cabeza levanta vuelo, neutraliza por sus propios medios el efecto slice, y toma efecto pull, girando loca hacia la izquierda, siempre vociferando las extrañas palabras:
—¡HETEROPATRIARCADO! ¡INCLUSIÓN! ¡PABELLÓN DE SOCIALES!
Pero ese giro a la izquierda llega a los 180 grados, dando la vuelta como un búmeran. Y las palabras salen de la cabeza cada vez más rápido y más agudas:
—¡RESISTIIIR! ¡COMBATIIIR! ¡MENTIIIIR!
¡¡¡BUUUM!!! Estalla en mil pedazos como una pequeña piñata, cerca y por encima de los cuatro amigos, expulsando volantes que caen como papel picado.
Sin levantarse de la reposera, Eva se estira para agarrar un papelito. Se trata de un panfleto de propaganda de una facultad:
CENTRO DE ESTUDIANTES DEL AMOR
INCLUSIÓN IGUALDAD AMOR
TE VAMOS A INCLUIR
TE VAMOS A IGUALAR
TE VAMOS A HACER EL AMOR
SABEMOS LO QUE ES BUENO PARA VOS
PORQUE SOMOS LOS BUENOS
No arroje este volante en la vía pública:
¡Cómaselo, no sea imbécil!
Imprenta ¡chau chau chau chau chau chau!
Hacemos todo tipo de trabajo
Eva tira el panfleto al fuego.
—Ya está mi amor —le dice a Amílcar—, ya todo terminó.
—Mi salvadora…
—Mi salvador…
—Me vas a decir eso que ibas a decirme antes del cruce —pregunta él.
—Sí, te lo voy a decir. Aunque ya no importe.
Se abrazan y caen a la arena cerca de la fogata, a besarse con una pasión que arroja luz al mismísimo fuego. Arriba, el extraño pájaro vuela en círculos, siempre custodiando.
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