Con manos temblorosas, Jarina busca dinero en su carterita de cuerina intervenida con collages retro. Saca un billete y se lo extiende por la hendija al limpiador. Erlend no deja de grabar con su celular aquella anomalía conductual de los nativos.
A Jarina se le acelera el pulso: la estatura del sueco se distingue en el tumulto del área de arribos. Las fotos no le han mentido, Erlend es un hombre hermoso. Quizá no exhiba ahora el gesto sabio que mostraba en la pantalla, ni se le nota la fogosidad de aquellos chateos nocturnos… pero qué puede esperarse tras un vuelo de dieciocho horas.
Hospedarlo a cambio de aprender su idioma supone para ella un precio bajo. Lo albergaría gratis, sólo para verlo de cerca. Y aun tratándose de un cuasi desconocido, su raigambre, su dorada fisonomía, lo eximen de presentar más credenciales: no estamos hablando de un boliviano.
Desde la sala de espera, ella le hace señas sin disimular la exaltación. Ve cómo él la registra, cómo le sonríe escuetamente, y cómo enseguida baja la vista hacia el equipaje. Parece tímido.
El encuentro resulta algo frío: hay un abrazo frustrado y un intento de beso en la mejilla ―Jarina, estirándose mucho, sólo le llega al pecho―. Finalmente, todo queda en un torpe y asincrónico apretón de manos de estilo europeo.
Lo nota ansioso, como víctima de un apuro: cambia el peso del cuerpo de una pierna a la otra sin interrupción. Ella le adivina la necesidad, y desviando los ojos señala los sanitarios. Erlend gesticula elocuente y va en busca de su alivio. Cómplice y graciosa, Jarina le sigue la trayectoria con la mirada.
Recuerda cuando sus padres le explicaron la genealogía de su propio nombre. Y también recuerda que ya de pequeña le resultó algo desesperado el intento de ellos de distinguirla de su origen humilde: reemplazar una k por una j ―sólo una letra, y nada menos que la anterior inmediata en el orden abecedario― no supone una mejora de estatus. Pero ellos consideraron oportuno el cambio, y festejaron la sofisticada musicalidad árabe del nombre de su hija conurbana. Ella nunca quiso desengañar tanto anhelo, y se propuso ir logrando, a lo largo de su vida, aquel ansiado encumbramiento. Su piel oliva, bien disimulada con sus atuendos y collares étnicos, adquirió gracia y simpatía. Y tal pintoresquismo le otorgó a su fisonomía una “onda pachuli”. Y a nadie le es indiferente la “onda pachuli”. La sede Puán de la uba, entre efluvios herbáceos, completó el abolengo.
Jarina siente ahora una cosquillita en el pecho: ha omitido en sus chateos con el sueco mayor información acerca de las condiciones de la convivencia. Más precisamente, calló todo lo referido a quienes viven con ella: nunca le dijo a Erlend que comparte el espacio habitacional con Sheila y Karen, dos… “chicas”, digamos, del under porteño, que colaboran con los gastos del mencionado espacio. Ojo, eso sí: muy buena gente. Nerviosa, Jarina teme que Erlend se enoje cuando se entere de que no tendrá con ella toda la intimidad que quisiera. Pero no se atrevió a decírselo antes, por miedo a que él cancelara el viaje. De todos modos, iría de a poco. Las chicas le prometieron un par de días de privacidad. No aparecer hasta que tuviera al sueco asentado y aclimatado. ¿Qué pensará él cuando conozca a Karen y a Sheila? ¡Ay, Dios, qué nervios! En fin, con la balsa a mitad de camino, mejor continuar a la otra orilla.
El regreso de Erlend procedente del baño lo muestra de mejor semblante. Jarina y él se sientan un minuto, pero el diálogo no fluye.
Al llegar al estacionamiento, el visitante se muestra soprendido por el Daihatsu Cuore destartalado, que pareciera resultarle inconveniente:
―Is a joke ―afirma.
Ella sonríe con rubor, admitiendo que no es chiste.
Distribuyen con dificultad el equipaje en el pequeño baúl, teniendo que ocupar también los asientos traseros. Ante la incomodidad que él muestra al subir al cochecito, Jarina busca su complicidad con una sonrisa, pero no encuentra devolución. De soslayo, ve cómo las piernas gigantescas de Erlend, comprimidas en el habitáculo, se tornan rechonchas.
Inician el viaje sin mediar más que dos o tres palabras. Jarina siente culpa de tener un coche tan pequeño y tan viejo. También percibe al sueco como… desilusionado. Lo observa de reojo. Él va encorvado, con la coronilla incrustada en el techo del auto, absorbiendo lo que transcurre a través de la ventana. Una pausa incómoda se prolonga demasiado, hasta que el sueco emite un quejido grave. Algo lo ha conmovido al costado de la autopista: la pobreza. Como si hubiera estado practicando castellano en el vuelo y encontrara la oportunidad perfecta para lucirse, Erlend confiesa en angloespañol:
―Cómo me duele el Tercer Mundo.
A Jarina le duele más, pero no sabe qué decir. Se le escapa una mueca, algo que quiere ser una leve y resignada sonrisa aprobatoria ante tal ejemplo de sensibilidad social. Pero sólo le sale una mueca.
Avergonzada de su latinidad y para cambiar de tema, le pregunta a él sobre los pormenores del viaje. De mala gana, como ofendido, Erlend contesta con monosílabos, y vuelve a mirar por la ventanilla haciendo un gesto de negación. Saca su smartphone y toma fotografías del paisaje que lo atormenta.
Después de casi una hora de camino y ya en plena ciudad, él baja la ventanilla con la desvencijada manivela y saca media cabeza afuera para respirar Buenos Aires. Su bufanda vikinga flamea gallarda realzando la imponencia del hombre septentrional.
Ante un semáforo en rojo, abordan el Daihatsu bucaneros provistos de palos con esponjas espumosas. Uno de ellos se acerca a la ventana de Jarina emitiendo voces guturales. Ella extiende su manito al frente con el dedo índice levantado y emulando un metrónomo enloquecido, que corre a prestíssimas doscientas negras por minuto. El hombre, imperturbable, enjabona el parabrisas. Erlend, apresurado, sube su ventanilla.
―¡Gou, gou, gou! ―grita, quizá pretendiendo que ella ponga primera y avance sin más, aplastando al desgraciado.
Con manos temblorosas, Jarina busca dinero en su carterita de cuerina intervenida con collages retro. Saca un billete y se lo extiende por la hendija al limpiador. Erlend no deja de grabar con su celular aquella anomalía conductual de los nativos. Durante el resto del viaje no vuelve a bajar su ventanilla.
Estacionan por fin en una calle empedrada de San Telmo. Se acerca un personaje de abdomen prominente y casaca futbolera agitando una franela anaranjada. Jarina se pone nerviosa, Erlend observa precavido.
―¿Más limpiador? ―pregunta titubeante.
―No, no… ―contesta Jarina, y se apresura a buscar en su carterita.
El extravagante sujeto que ahora los intercepta se dirige a ella, de quien recibe algunos billetes. Erlend asiente satisfecho. Baja del auto y le hace un gesto al portafranela.
―¡Ronaldo! !Hey, amigou! ¡The bags! ¡Aquí! ―grita, confianzudo, con su “ou” sajona, y poniendo la voz hueca como un hincha de fútbol.
Pero el maletero del Real Madrid no es un maletero: bien se tiene ganada su dignidad de trapito. Luego de mirar torvamente al extranjero, se aleja: la mano izquierda, como un ramo de flores, los billetes prolijamente doblados y acomodados entre las falanges de sus dedos. La mano derecha, endemoniada, batiendo la alegre franela.
Erlend y Jarina acarrean las valijas a través de un largo y angosto pasillo de paredes descascaradas. Él sigue a su anfitriona inspeccionando cada detalle de la sordidez que lo rodea.
Cuando entran en la sala, el escandinavo se detiene a observar, con los brazos en jarra, el espacio kitsch que se abre ante sus ojos. Contempla el deterioro, como también los elementos hippies y las telas de colores que intentan disimularlo. El gesto fruncido quizá se deba a los vestigios de palosanto, bregando desesperadamente por neutralizar el hedor verdoso de la humedad, fusionado con pis de gato.
En el rostro de Jarina se cuela cierto pesar, algo que podría leerse como decepción. Erlend, por su parte, no disimula el sopor del viaje, ni su aversión por la residencia que lo acoge. Sin miramientos, se desparrama sobre un puf escuálido que al recibir su peso se infla al punto de la explosión y resuella como burro viejo.
Jarina desensilla y pone un disco de Lila Downs. Se acerca a Erlend, que sentado sobre el puf, queda con la cabeza a la misma altura que la de ella estando de pie. Jarina confirma lo que vio en el auto y piensa: “Tiene piernas pícnicas y culo gordo”. El nalgudo ha sabido excluir sus proporciones de las fotografías que intercambiaron. De todos modos, no deja de ser un manjar. Por lo menos, ella quiere convencerse de que la cosa es así. Coherente con este pensamiento, le ofrece una tímida y sensual caricia, pero él, como quien no quiere la cosa, se levanta a inspeccionar la biblioteca. Ella se retira hacia la cocina indisimulablemente despechada.
Se acabó, piensa. Le dirá por mensaje de texto a Sheila y a Karen que vuelvan: este pelotudo no vale la pena. Llorosa, teclea en su celular. Arroja el aparato con desdén sobre la gastada mesada de mármol, y prepara mate con movimientos hoscos y ruidosos. Al rato, sorprende al rubio con el brebaje. Él desconoce el objeto, pero intuye que es algún tipo de droga que debe fumarse por intermedio de ese palillo metálico. Ella omite cualquier explicación y le extiende el mate como Stella Maris Camacho. Sí, como la Macho Camacho ―de primer piso, cobranzas― entregaría un certificado, mostrador de por medio. Precipitado y suficiente, Erlend toma el gran porongo de calabaza y cuero, y aspira por la bombilla con succión directa de los pulmones, pobre ignorante. La infusión le inunda la tráquea, y los ojos le rebalsan de sus cuencas: un homínido con el pelo de Scarlet Johansson. Cae de rodillas. Se agarra la garganta con una mano y se mete la otra casi entera en la boca. Con la cabeza hecha una pelota naranja, el sueco colapsa en arcadas silenciosas. Enloquecido, suplica ayuda con gesto agónico.
Jarina recoge el mate del piso, lo posa delicadamente sobre una mesa y se da vuelta hacia su invitado. Camina hacia él con paso lento y firme y, desde su escaso metro cuarenta y siete, con una pequeña, pequeñísima e imperceptible sonrisa, le lanza una patada al pecho. El extranjero cae de espaldas tosiendo espumarajos verdosos tipo El exorcista. Ella, indiferente, recoge los justicieros elementos y los lleva a la cocina como quien porta profanas reliquias.
Cuando regresa a la sala, encuentra a Erlend en posición genupectoral ―a saber: en perrito y de culo levantado, en masculina lordosis― limpiando sus restos de dignidad con la otrora dignísima bufanda vikinga.
Lejos de sentirse compasiva, y consecuente con el despecho que la embarga, lo invita a buscar en internet un hotel que lo albergue. Le manifiesta que ya no quiere alojarlo. Él la escucha con la sonrisa de un vendedor de autos usados. Y entonces, alcanzado por algún estro erótico, es poseído por la pasión: se acerca a Jarina, la caza de la cintura y la besa a lo Clark Gable. Ella cede, y la imitación de alfombra persa comprada en Easy los recibe con calidez.
Durante la refriega, los ojos cerrados de ella no ven el rictus eléctrico de él y sus ojos de plato. En la culminación, las crenchas de tirabuzón de Jarina caen sobre el pecho del sueco, quien, sudado como un matungo, acaso por los treinta y cinco grados centígrados que prodiga el verano porteño, no cierra los párpados ni por un segundo.
Al rato, se oyen tacos sobre el deteriorado piso flotante de madera. Karen y Sheila ingresan en la sala en que Jarina y Erlend reposan semidesnudos. Él, desencajado, inquiere a su compañera acerca de las presencias.
―Sheila, Karen… Erlend ―presenta Jarina, señalando displicente con la cabeza a quienes acaban de entrar―. Erlend… Karen, Sheila.
―Nosotras también queremos ―dice una de las presencias, con voz grave.
―Qué cabello hermoso ―dice la otra, con voz aun más profunda.
Caminan rumbo a la cocina, cuchicheando y riendo con disimulo; si no fueran tan altas y percheronas, recordarían a dos japonesitas sacadas de alguna puesta económica de Madama Butterfly.
El sueco se vuelve hacia Jarina, sus violentos ojos exigiendo explicación. Ella sonríe, se levanta acomodándose la ropa, y se aleja unos metros.
Karen y Sheila regresan con mate y bizcochitos, se acercan confianzudamente al visitante ―en sus ojos se lee un plan― y lo invitan con las delicatessen criollas. Inhibido, él trata de ocultar sus partes pudendas.
―¡No, no…! ―exclama atolondrado y con la negadora palma extendida―. ¡No mate!
―¡Ay, bueno, qué rudo! ―dice Karen―. ¿No te gusta el mate, rubiote? Mirá qué lindo porongo. ―Y dibuja como una sortija de calesita con el objeto, pero sin dejar de ponderar la desnudez de aquel machotote del Norte (que no viene ni de Salta ni de La Rioja, precisamente).
―¡No, no…! ¡No porongo! ―responde Erlend, con la cabeza desatornillándosele tipo (ya lo hemos dicho) El exorcista.
―Ay, bueno… si no lo probaste ―añade Sheila. ¿Cómo sabés que no te gusta? No seas mariquita, grandote.
―¡Sí, sí, probaste, probaste! ―dice Erlend, desesperado, y procura esquivar con la cabeza a las presencias, para conectar la mirada con Jarina.
Ellas dejan el mate y los bizcochitos sobre la mesa y se acercan a él, que intenta disimular la perturbación, encogiéndose sobre sí mismo como una babosa a la que se le acerca un fierrito caliente.
De rodillas, semidesnudo y con una presencia a cada lado, Erlend se muestra expectante al regreso de Jarina. Y ella observa la escena detrás de la puerta entornada del baño, sin que el gringo lo advierta.
Con curiosidad, Sheila le acaricia el pelo al escandinavo:
―Mirá que sedoso tiene el cabello, Ka.
Karen se agacha al lado de Erlend, y le dice algo al oído. Algo que él no entiende; si repitiera exactamente la fonética, se oiría algo como “esacolagorda precisamicincel”.
La mirada de Erlend se ilumina de alivio cuando Jarina aparece de nuevo en su campo visual. Pero ella, arreglada de calle, continúa hacia la puerta de salida. Se dirige a las dos presencias entornando los ojos:
―Me preguntó mucho por los masajes californianos. ―Y, antes de cerrar la puerta―: Bienvenido a la Argentina, Erlend.
*Cuento perteneciente a BILIS - Relatos Viscerales - (2016) Bärenhaus
*Publicación original en la sección Los fabuladores del diario informativo cultural FIN.
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