Por Pablo Laborde
Adherimos nuestras desnudeces para atenuar la desolación de los cuatro metros cuadrados de cama, y Marina me refriega suavemente la cola, se nota que a pesar de sus dudas, desea hacerlo; y aprovechando la humedad del juego previo, yo pulso con mi dureza la profunda hendidura entre sus nalgas. Autorizado, avanzo a pesar de su tensión, tratando de aflojarle el músculo, de relajarla, y de domar el invierno crudo que nos entumece los cuerpos. Menos difícil que domar nuestros tabúes.
Por fin, el momento soñado… ¡con lo que me costó convencerla! Y ni siquiera era esta mi fantasía principal: luché mucho para que aceptara el asunto del trío, pero no hubo caso, con eso no quiso pactar: que todavía no estaba preparada; que en todo caso ya verían más adelante; que no está segura de que le interese hacerlo. Aunque en el último tiempo, sentí que ella empezaba a contemplar la experiencia de a tres, y que todavía no se atrevía a aceptarlo, supongo más por pudor que otra cosa. Pero al menos ya no descartaba de plano la propuesta.
El asunto es que le dejé bien clarito que ante el caso de que nos decidiéramos a experimentar con un “invitado”, yo era irreductible en cuanto a que ese invitado a nuestra cama debía ser una “invitada”: en primera medida, porque yo no siento deseo por hombres; en segunda, debo admitirlo, sólo imaginar compartir nuestra intimidad con un tipo, me llena de celos, que conspirarían contra mi desempeño sexual, confirmando y exacerbando mis fantasías de envidia peneana, y demás flagelos machistas que los machos cargamos como una mochila.
Pero por ahora no debía preocuparme por terceros. Y si bien fantaseo desde siempre con estar con dos mujeres, no menos fantaseo con que Marina me entregue “todo”. Y se ve que quiso calmar mis ansias con “esto otro”, que para ella ya es una importante transgresión, pero situada siempre dentro del marco de nuestra pareja, distrayéndome así de mi fijación con el asunto del trío.
Muy despacio, respetando la virginidad de su parte más privada, ingreso a ese lugar de la vergüenza. Y de inmediato, pienso: ¿por qué me gusta? ¿Qué intrincado mecanismo psicológico opera para exaltar así el placer ante el franqueado de una oquedad sombría? ¿Acaso se me figura que poseer su parte “sucia” es la indefectible señal de su confianza, de su entrega completa? ¿La ratificación de su incondicionalidad, de su amor eterno? ¡Qué no me entregará Marina después de esto!
Tales interrogantes no me impiden disfrutar. Y más me excito cuando registro que ella goza, ya no tratando de colmar mis expectativas, es decir, “soportando por amor”, sino contorsionándose felina, entregada. Y pide más:
—Meteme un poquito más —susurra.
Y justo ahí, en el súmmum, en la cumbre del placer, es cuando empiezo a sentir el cosquilleo.
Primero no le doy importancia, me pica, pienso, y me rasco, procurando no desconcentrarme. Pero el cosquilleo se agudiza. Y digo cosquilleo por ser elegante, o quizá por cierto pudor varonil, pero más bien debería hablar del calor, la presión, el empuje que algo —o alguien— ejerce contra mi ano.
No quiero perder tiempo en indagar sobre el fenómeno. Claro que me da miedo, de hecho me aterra, pero hacía tanto tiempo que esperaba que Marina me deje hacerlo por atrás, que no voy a permitir que nada me importune.
El problema es que el avasallo se torna insoportable, indisimulable sobre todo. Y al final, giro la cabeza por encima de mi hombro, tratando de no mover el resto de mi cuerpo, para que Marina no se entere. El terror se materializa en mi zona más sensible, ahí donde el Cortisol hace estragos cuando mana a borbotones de la glándula suprarrenal. Desgraciadamente, ella percibe de inmediato el ablandamiento, y gira la cabeza hacia atrás inquisitiva. ¡Justo cuando estaba aceptándolo tan bien!
—No pasa nada, amor —miento—, me desconcentré un poquito nomás.
Y Marina, que por algo es mi amor, se muestra complaciente, y con un dulce suspiro me sugiere que aprovechará para dormitar un poco. Que le gusta mucho, confirma. Que después siguen. Y se arropa con la frazada y con mi propio brazo, buscando calor y protección.
Pero detrás de mí ocurre algo grave. Qué digo grave. Algo inaudito, imposible. Y si bien ya había confirmado la silueta cuando me di vuelta un momento antes, no me atreví a constatarlo en mi mente. Porque no pude asumirlo, eso que apenas vi de refilón era inadmisible.
Por fin, a pesar del miedo, giro la cabeza hacia el individuo que se me ha pegado como el caparazón a la tortuga, y que reconcentrado y con la cabeza gacha, me aferra con fuerza para volver a ponerme de espaldas.
—Qué mierda hacés —digo, tiritando de miedo.
—No importa a quién amas, dónde amas, por qué amas, cuándo has amado o cómo has amado —dice John Lennon—. Sólo importa que ames.
No iba a permitir que la locura me arrebatara insolentemente mi competencia en esta cama, ni a perder un minuto con rebuscados procesos investigativos. No, debía abocarme a sostener lo alcanzado con Marina; mejor dicho, a recuperarlo, porque lamentablemente, el exBeatle abrochado a mi espalda como una garrapata, sudado a pesar del frío, y su contumaz intención de sodomizarme, había desencadenado la flacidez de mi miembro.
Marina no parece haberse percatado del incidente. Es decir, sí de mi blandura, pero no de la llegada del intruso. De hecho, probablemente siga creyendo que estamos sólo ella y yo en la cama; y quizá sea mejor mantener su desconocimiento en la materia: lo que yo estoy aceptando con cierto estoicismo, no estoy seguro de que ella lo aceptaría.
Pero es que no se trata de una sobrenaturalidad… digamos… “natural”: aquí no había habido un acuerdo de partes para la realización de un trío, sino que lisa y llanamente podríamos hablar de un intento de violación. Y por otro lado, está la incómoda y escalofriante cuestión de que John Lennon murió cuatro décadas atrás.
La aparición de un fantasma suele ser suficiente razón para que la mayoría de los mortales experimente un miedo inefable, pero ese miedo llega a instancias de demencia cuando el fantasma, no conforme con hacerse carne, pretende introducir esa carne en su anfitrión involuntario.
Y tengo que decirlo: sin que se entienda que experimento fantasías homosexuales, lo que más bronca me da, es que Lennon dé por hecho que puede venir así como así a apoyarme su pértiga liverpuliana, sin la mínima seducción, sin juego previo, sin avisar siquiera, siendo que no hubo autorización alguna de mi parte que habilite esta práctica, tal como la que yo solicité con tanto respeto y tanta paciencia a mi pareja.
Esa petulancia (que también le conocí a Lennon en vida cuando fomentaba unos valores con sus palabras y los disipaba con sus hechos) me irrita sobremanera. Quién se cree para irrumpir así en mi mundo privado. Si yo no pude consensuar con mi novia la admisión de otra mujer en nuestra cama, por qué tengo que someterme al músico de esta forma invasiva y grotesca.
No, definitivamente debía frenarlo. Y lo frené con mis palabras:
—Me vas a dejar en paz la concha de tu hermana.
—Si quieres la paz, no la obtendrás con violencia —responde, mientras se agarra la base del pene y empuja para metérmelo.
—¿Ah, sí? —cuchicheo, tratando de esquivar el bulto, y de que Marina no se despierte—. Y cómo se supone que tenga paz si me estás tratando de coger.
—Declarándola. De la misma manera que declaramos la guerra —dice, y sacude el pelo largo—. Así es como tendremos paz… sólo necesitamos declararla.
—Yo declaro que dejes de fornicarme, hijo de puta —digo, y de inmediato me siento ridículo—: ¿Quién te abrió, cómo entraste acá? ¿Qué te creés?
—Creo en todo hasta que se desmiente. Así que creo en hadas, mitos, dragones. Todo existe, aunque sea en tu mente. —Con la mano libre se saca las gafas redondas y me mira a los ojos—. ¿Quién puede decir que los sueños y las pesadillas no son tan reales como el aquí y ahora?
Sí, es una maldita pesadilla. Y para colmo se cree lo que dice:
—Vivimos en un mundo donde tenemos que escondernos para hacer el amor —se cala los lentes—, mientras que la violencia se practica a plena luz del día.
Me vuelvo hacia Marina para ver si se ha percatado de algo, pero por suerte ella está absorta en sus ensoñaciones, así que regreso la atención a Lennon, que sigue adherido a mi espalda como una ladilla porfiada.
—En serio —susurro con bronca, pero también suplicante—, ¿me vas a dejar en paz?
—Si todos exigieran la paz en lugar de otro televisor, entonces habría paz.
—Yo ni siquiera tengo televisor.
—Todo lo que estamos diciendo es: ¡dale una oportunidad a la paz!
—¡Y dale con la paz!
—Si alguien piensa que la paz y el amor son sólo un cliché que debe haber quedado atrás en los años sesenta, es un problema. La paz y el amor son eternos.
Qué cargoso. Lo sabía panfletario, con su verborrea progre, pero es peor de lo que pensaba.
—Dale, posta —digo, tratando de hacerlo entrar en razón—. No te parece surrealista todo esto...
—El surrealismo tuvo un gran efecto en mí, porque entonces me di cuenta de que las imágenes en mi mente no eran locura. Surrealismo, para mí, es realidad.
Bueno, sí, está loco de remate. Si me lo quiero sacar de encima (literalmente) voy a tener que buscar otra forma. Por ahora, me conformo con que Marina no se entere: me moriría de vergüenza si descubriera que tengo un exbeatle montándome; se vería mancillado mi rol. Supongo que ella creerá que balbuceo porque estoy soñando. O quizá ni le importe y disfrute su modorra. Y aunque lo estuviera viendo con sus ojos, no lo creería. Pensaría que es una especie de montaje que armé para mostrarle que no duele el sexo anal, que no es tan malo: mirá, no pasa nada, a mí me la está poniendo John Lennon… viste tontita que no era para tanto, y blablablá.
Pero no hace falta, ella ahora ronca suavemente. Y mejor, porque a mí se me bajó por completo.
—Fuera de joda —digo con hartazgo—, ¿no ves que no da?
—Cuanto más veo, menos sé con certeza.
—Te lo confirmo yo: no da.
—Soy un hombre violento que ha aprendido a no ser violento y lamenta su violencia.
Uf, un psicópata de temer.
—Realmente nunca me han querido —dice, y ahora me busca de nuevo los ojos. A mí el cuello me empieza a doler por estar doblado en una posición tan incómoda.
—Está bien, flaco, pero yo qué culpa tengo de que no te hayan querido.
—Cuando tenía unos doce años, solía pensar que debía ser un genio, pero nadie se dio cuenta. Si existe algo así como un genio… Yo soy uno, y si no existe, no me importa.
—Está bien, okey —le sigo la corriente para que no se ponga agresivo—, pero no podías encontrar otro momento para…
—Estás solo contigo todo el tiempo, hagas lo que hagas —interrumpe—. Tienes que llegar a tu propio dios en tu propio templo. Todo depende de ti, amigo.
—Disculpame, pero no estoy solo —señalo a Marina—. Estoy con mi novia acá.
—Como de costumbre, hay una gran mujer detrás de cada idiota.
—¡Ya me imaginaba! Estás con el feminismo de última ola, ¿no? Sólo existen grandes mujeres y hombres idiotas…
—Si no podemos amarnos a nosotros mismos —continúa con cara de póker, como si no hubiera escuchado mi reclamo—, no podemos abrirnos por completo a nuestra capacidad de amar a los demás.
—¿Y lo decís vos que me acabás de llamar idiota?
—Antes de Elvis no había nada.
—Y qué tiene que ver Elvis.
—Vivir es fácil con los ojos cerrados.
—Yo no vivo con los ojos cerrados, sos vos que decís cosas raras. Qué mierda tiene que ver Elvis. ¡Dios!
—Dios es un concepto por el cual medimos nuestro dolor.
Ahora me quiere catequizar. Qué desgracia.
—La vida es eso que te sucede mientras estás empeñado en hacer otros planes.
—See… ya te vi esa frasecita en mil pósters baratos… Al final sos como el merchandising del Che, un producto del marketing capitalista. ¿Qué paradoja, no?
—Tratar de complacer a todos es imposible. Si lo hicieras, terminarías en el medio sin que a nadie le guste. Simplemente tienes que tomar la decisión sobre lo que crees que es mejor, y hacerlo.
—¿Pero me estás jodiendo? ¡Si lo único que hacés es tirar frases hechas! Que además… perdoná, no… pero son bastante cursis.
—Cuando tenía cinco años, mi madre me dijo que la felicidad era la clave de la vida. Cuando fui a la escuela, me preguntaron qué quería ser cuando fuera grande. Anoté “feliz”. Me dijeron que no entendía la tarea, y les dije que no entendían la vida.
—¿Ves? A eso me refiero con cursi. Pero además, ¡qué mierda tiene que ver!
—Pongo cosas en hojas de papel y las meto en mis bolsillos. Cuando tengo suficiente, tengo un libro.
—Seee… ya veo. Conozco casos —digo, y agrego, irónico—: así es fácil: soy un hippie pelilargo que frasea grandilocuencias desde la cama de un hotel cinco estrellas.
—No importa lo largo que sea mi cabello o de qué color sea mi piel, si soy mujer u hombre.
—Y también estás con todo eso… Todo es relativo, ¿no?, mientras no relativice tus absolutismos.
—Hay una alternativa a la guerra. Es quedarse en la cama y dejar crecer tu cabello.
—Muy noble tu alternativa. —Alzo las cejas.
—Bueno, no quiero ser rey, quiero ser real.
—Sí, sí, nadie dice que seas rey. Bah, muchos lo dicen, pero perdón, nunca lo consideré así.
—Una cosa que puedo decirte es que debes ser libre.
—¿Y por qué asumís que no lo soy? No conforme con irrumpir en mi intimidad, tratar de penetrarme y llamarme idiota, te atrevés a insinuar que no soy libre. ¿Qué te da esa superioridad moral? ¿Por qué me faltás el respeto? ¿Por qué das por hecho cosas que no sabés? ¿Te pusiste a pensar un minuto la violencia implícita que hay en eso? Vos, que te la pasás hablando de paz y amor.
—Ser honesto puede no hacerte conseguir muchos amigos, pero siempre te dará los correctos.
—Eso no es ser honesto, eso es ser un bravucón altanero, un matón dialéctico —digo, sin darme cuenta que me pongo vehemente y levanto un poco la voz—. Aparte, ¿y si no quiero ser libre con tu idea de libertad? ¿Y si no quiero tu paz? ¿Quién sos vos para decirme lo que es mejor para mí?
—No puedo despertarte: puedes despertarte. No puedo curarte: puedes curarte.
—Claro… yo soy un idiota que no puede despertarse… que no puede curarse… Parece que vos no te vieras.
—No voy a cambiar la forma en que me veo o la forma en que me siento para conformarme a nada —sigue con su mundo interno—. Siempre he sido un bicho raro. Así que he sido un bicho raro toda mi vida y tengo que vivir con eso, ¿sabes? Soy una de esas personas.
—Qué fumón sos, eh. Dale con las abstracciones. ¿No podés decir algo concreto para variar? ¿Qué pasa? ¿Es muy de conservador decir algo concreto?
Malditos hippies, ya me tienen podrido, siempre con sus slogans, sus frases hechas y sus palabritas… Me reacomodo en la cama buscando comodidad para absorber la catarata de incoherencias. Por suerte, él ahora parecía menos interesado en cogerme, aunque se mostraba muy vehemente en el asunto de adoctrinarme, que después de todo es prácticamente lo mismo:
—Hay dos fuerzas motivadoras básicas: miedo y amor —dice, articulando las manitos, con la seriedad de un decano de Filosofía y Letras que expone un conocimiento del Empirismo Filosófico—. Cuando tenemos miedo, nos alejamos de la vida. Cuando estamos enamorados, nos abrimos a todo lo que la vida tiene para ofrecer, con pasión, entusiasmo y aceptación. Necesitamos aprender a amarnos a nosotros mismos primero, en toda nuestra gloria y nuestras imperfecciones. —Las manitos ahora se las lleva al pecho, y las separa como si entregase todo el amor que tiene adentro—. Si no podemos amarnos a nosotros mismos, no podemos abrirnos por completo a nuestra capacidad de amar a los demás, o a nuestro potencial para crear. La evolución y todas las esperanzas de un mundo mejor descansan en la valentía y la visión abierta de las personas que abrazan la vida.
Ufff, qué chorrera insoportable.
—No te ofendas, ¿no? —digo con cansancio—, pero la verdad que no le llegás ni a los talones a Ayn Rand, o a Hanna Arendt, ni siquiera a José Ingenieros, para nombrarte algún pensador de esta tierra. ¡Parecés una galleta de la fortuna, hermano! Y ni siquiera tenés la síntesis de una. Yo me amo bastante, no creas, eh. De hecho, Marina considera que me amo demasiado. Así que el material de autoayuda, ahorrateló.
—Mi papel en la sociedad, o el papel de cualquier artista o poeta, es tratar de expresar lo que todos sentimos. No decirle a la gente cómo sentirse. No como un predicador, no como un líder, sino como un reflejo de todos nosotros.
—Pero vos te hacés el antisistema, y sos el sistema, John. Decís “no como un predicador”, pero ¡no parás de predicar! Aunque no lo creas, te cuento que tus ideas prendieron, y ahora son el establishment. Así que cortala, aflojá un poco con la bajada de línea, tenés que soltar, ya está, ganaste. Y si no me creés, mirá la publicidad, y vas a ver cómo se montó astutamente en tus ideales, mirá la tv en general, todo ese puritanismo autoritario con que me estás calentando la oreja hace media hora, lo pregonan con megáfono las 24 horas en los medios hegemónicos, que paradójicamente resultaron ser muy funcionales al capitalismo más salvaje. Así que no me rompas más los huevos con eso, ustedes los zurdos tienen que aprender a ganar, y ser un poco menos autoritarios. No andar refregándole por la cara su ideología a cada pobre diablo que anda por ahí. Dejen vivir, loco.
—Lo que hicieron los años sesenta fue mostrarnos las posibilidades y la responsabilidad que todos teníamos. No fue la respuesta. Simplemente nos dio una idea de la posibilidad.
—Sí, pero la posibilidad no da el derecho. No porque puedas afanarte un paraguas del paragüero, tenés que hacerlo. Al final, rompieron tanto las pelotas con el anarquismo, que ahora tenés un desmadre total en el planeta. Espero que estés contento siendo lo más parecido a un fascista.
—Todos tenemos a Hitler en nosotros, pero también tenemos amor y paz. Entonces, ¿por qué no darle la oportunidad a la paz?
—Bueno, básicamente, porque tu visión de la paz es cuanto menos curiosa. No sé si lo vas a entender, pero la paz tiene que consensuarse, no la podés dictar por decreto, no funciona así. No tenemos control de todo… —me quedo pensando, recapacito sobre lo que acabo decir—. No tenemos control de nada, en verdad. Y paradójicamente, nos controlan bastante. Y te digo más: ¿sabés lo que me da mucha bronca? —Me mira con esos ojitos de pollito mojado—: me da mucha bronca que asumas que yo no tengo o no quiero la paz. ¿De dónde sacaste eso? ¿Por qué me ponés como si yo fuera Hitler? Yo quiero la paz, eh. De hecho, a mí jamás se me ocurriría andar adoctrinando gente por la calle. ¡Mucho menos por las camas ajenas! Sin embargo, vos, sin empacho, te me instalás de prepo y no dejás de querer venderme tu “paz”. ¡Claro, para vos no hay camas ajenas, ¿no?! La propiedad privada es mala palabra. Sos pícaro, John.
Sin darme cuenta y sin quererlo, fui entrando en la maraña de Lennon. Es que se pone tan denso con sus diatribas, que al final me saca de quicio. Pero bueno, lo mejor será que no me enganche tanto, no me puedo poner a la altura de un tipo que ya no empaña el espejo, no habla bien de mí tampoco, de mi salud mental.
Pero se quedó pensando lo último que dije, y me parece que no le gustó nada.
—Nadie me controla —dice, enojado—. Soy incontrolable. El único que me controla soy yo, y eso apenas es posible.
Ah, bueno, ya lo anticipo como si fuera mi papá. Pero no se la voy a dejar pasar.
—¡Mamita! Pavada de ego tenés, eh.
—Si ser egomaníaco significa que creo en lo que hago, y en mi arte o música, entonces en ese aspecto puedes llamarme así… Creo en lo que hago, y lo diré.
Se ofendió, porque se agarra el pene y lo enfunda dentro de esa especie de túnica que viste. Creo que es el momento de empujar un poco el desenlace de esta locura.
—Por mí podés hacer y decir lo que quieras, pero fuera de mi cama. Y de mi casa.
—Amor, amor, amor. Todo lo que necesitas es amor. Es amor todo lo que necesitas.
—El amor impuesto no es amor. Entendelo de una vez. A mí dejame decidir cómo vivo el amor. Y te cuento que decido vivirlo con mi novia, los dos solos.
—¡Imagina toda la gente viviendo la vida en paz! Podrás decir que soy un soñador, pero no soy el único. Espero que algún día te unas a nosotros, y el mundo será uno solo.
—See… esperá sentado que me una a tu secta —enarco las cejas. Y agrego, extenuado—: ni siquiera concebís la idea de que a algunos no nos interesen tus propuestas, ¿no?
—La evolución y todas las esperanzas de un mundo mejor descansan en la valentía y la visión abierta de las personas que abrazan la vida.
—Vos no estás abrazando la vida, vos me venís abrazando a mí. Y con fines no precisamente pacíficos. Salvo que consideres pacífico metérmela de prepo.
—Si todos pudieran estar felices consigo mismos, y con las elecciones que hacen las personas que los rodean, ¡el mundo sería instantáneamente un lugar mejor!
—O sea que si yo no acepto que vengas a romperme el culo, “siendo feliz con la elección de los que me rodean” —digo haciendo el gesto de comillas—, en este caso, vos, entonces estoy contribuyendo a un mundo peor.
—La guerra se acaba si tú quieres.
—Vos empezaste la guerra.
—O te cansas de luchar por la paz o mueres.
Hijo de puta, como buen anarco, siempre tiene bajo la manga una chicana psicópata.
—¡Y yo me tengo que fumar tu pija de la paz! ¡Un mesiánico en persona! —Perdí el control, y de inmediato me vuelvo hacia Marina a ver si la desperté. Pero no—. No sé cuánto va a tardar este demente en empezar a justificar la muerte.
—¡No creo en matar por la razón que sea!
Ahí está, ni que nos leyéramos los pensamientos.
—See... claro… —digo, tratando de calmarme.
—No le tengo miedo a la muerte porque no creo en ella. Es sólo salir de un automóvil y entrar en otro.
Qué peligro este tipo, es una bomba de tiempo. Un terrorista disfrazado de artesano.
—Pero yo sí le tengo miedo, y más miedo le tengo a los Elegidos de Dios.
—Creo en Dios, pero no como una sola cosa, no como si fuera un anciano en el cielo. Creo que lo que las personas llaman Dios es algo que todos nosotros tenemos. Creo que lo que Jesús y Mahoma y Buda y todos los demás dijeron, fue correcto. Sólo que las traducciones han salido mal.
—Hummm… Traducciones que han salido mal… Sí, cómo no… O sea que Dios vendrías a ser vos.
—Creo que Jesús tenía razón, Buda tenía razón, y todas esas personas tienen razón. Todos dicen lo mismo, y yo lo creo. Creo lo que Jesús realmente dijo, las cosas básicas que él estableció acerca del amor y la bondad, y no lo que la gente dice que dijo.
—Okey: no sos Dios —digo, con un resoplido—: sos el exégeta de Dios.
—Como en una historia de amor, dos personas creativas pueden destruirse a sí mismas tratando de recuperar ese espíritu juvenil, a los veintiún o veinticuatro años, de crear sin siquiera darse cuenta de cómo está sucediendo.
Qué pelmazo. A ver si lo espabilo un poco, pedazo de totalitario:
—Mirá, no tengo veintipico. Tengo treinta y… —puta, me cuesta asumir mi edad, admitir que piso los…— treinta y nueve.
—¿Sabes cómo las personas comienzan a parecerse a sus perros? —Me guiña un ojo—. Bueno, estamos empezando a parecernos el uno al otro.
—No me gusta la analogía que hacés. No me gusta nada. Espero que todo esto sea un mal sueño.
—Un sueño que sueñas solo es sólo un sueño. Un sueño que sueñas con alguien es la realidad.
—Será tu realidad.
—Una parte de mí sospecha que soy un perdedor, y la otra parte de mí cree que soy Dios Todopoderoso.
—Y una parte de mí sospecha que sos un diletante, y la otra parte de mí cree que sos un sicótico.
—Sí, todos resplandecemos, como la luna, las estrellas y el sol.
—Ya que no entendés indirectas, te lo voy a decir bien clarito: para mí sos un payaso, John, no te ofendas —digo furioso—. Uno de esos rockeritos... Pero ya que te gustan los aforismos y las frases de galleta china, aquí va una: todos vamos a terminar en pañales, sólo que los rockeritos drogones como vos, mucho antes.
Me arrepentí apenas dije la frase, porque vi cómo le impactó. No era tan inmune después de todo. Es que es fácil olvidar que está muerto, se pone tan intenso con su discurso de amor y paz, que saca lo peor de uno. Cansa con esa proyección binaria y adolescente en que los buenos son rebuenos (él), y los malos son remalos (los demás). Y la verdad que yo nunca le desearía el mal, de hecho, ojalá hubiera muerto el imbécil que lo mató, y no él, pero qué puedo hacer yo ante los hechos consumados. Su injusta y triste muerte no lo hace menos cursi. Ni a él ni a su obra. Porque hay que ver… Twist and Shout… “Vamos, vamos, vamos, vamos, agítate nena…”, Dios mío… Si supiera que ese esperpento filológico se convirtió en la cortina musical de la bajeza televisiva más execrable de todas las bazofias del prime time, que aquí representa la ausencia completa de valores y códigos, y que menos contribuye al “paz y amor”… se vuelve a morir. Está bien, admito que John tuvo algunos atisbos de mayor complejidad musical, pero en general siempre se manejó dentro de un registro bastante empalagoso.
En fin, igual ahora creo que bajó un poco del caballo. De hecho, me parece que lo último que dije lo hirió, porque está acurrucado en posición fetal. Y desde esa postura, dispara:
—El héroe arrogante del rock and roll que conoce todas las respuestas era en realidad un tipo aterrorizado que no sabía cómo llorar. Sencillo.
Ah, sí. Claramente cambió la actitud. Trataré de premiarlo.
—Ahí me gusta más… ves… nos es tan difícil escuchar al otro a conciencia.
Sorpresivamente, John empieza a pucherear. Así, igual de intempestivo que con todo lo demás. Emite algunos quejidos, y yo trato de silenciarlo, pero parece urgido a desahogarse:
—¡No puedo encararlo más! —Dice por fin, rompiendo en llanto—. ¡Cada vez que me miro al espejo, no veo a nadie ahí!
¿Cómo explicarle que no se ve en el espejo porque está muertito? Desesperado por callarlo, le pongo el índice sobre los labios.
—Oíme —mascullo— pará… por favor… llorá, pero en silencio.
—¡Cuando te estás ahogando —dice, agarrándose la garganta enardecido— no dices: “estaría increíblemente agradecido si alguien tuviese la precaución de darse cuenta de que me hundo y viniera a ayudarme”!, ¡tú sólo gritas!
Puta madre, tiene razón, pero va a despertar a Marina.
—Pará, calmate. ¿Por qué te ponés así, qué te pasa?
—¡Las personas dicen que soy un flojo soñando mi vida! —llora con un quejido agudo y constante, como un chico que le hace una rabieta a su madre.
En alguna medida me enternecía esa inseguridad pubescente. Tanto que alardeaba de ser libre, de no importarle el qué dirán, y ahora se había derrumbado al rememorar quién sabe qué juicio ajeno. Lo que me quedaba claro era su tendencia depresiva. Y no me sorprendía, Marina siempre me cuenta —desde su visión profesional— que la depresión no es otra cosa que el lado oscuro de la megalomanía, o viceversa, no me acuerdo bien. De todos modos, debo admitir que me da un poco de pena. Entonces trato de olvidar su insolencia y le doy una oportunidad a la paz, como diría él.
—Escuchame, John —digo, poniéndole una mano sobre el muslo (lo cual tal vez sea un error)—. Qué carajo te importa lo que dicen las personas. Flojo no sos. —Me cuesta encontrarle alguna virtud—. Admito que tenemos un pensamiento diferente, y que lo que vos considerás bueno, a mí medio que me da pavor, pero vos en el fondo sos buen pibe. Y te lo está diciendo alguien que siempre prefirió a los Stones, eh. Pensá todo lo que lograste con Los Beatles.
Mis palabras lo calman, pero ya le veo en el lenguaje corporal que se prepara para contarme una historia interminable:
—Éramos cuatro muchachos...
Ufff… sí, ahí arrancó. Ya lo conozco como si lo hubiese parido.
—Conocí a Paul, lo invité a unirse a mi banda. Después se unió George, y después Ringo —balbucea, se suena la nariz con el borde de la sábana: la puta madre, qué asco…, pero tampoco lo voy a retar ahora—. Éramos un grupo que se hizo muy, muy grande, eso es todo.
—Y sí —reflexioné—… marea la popularidad.
—Estaba como en el ojo de un huracán —lloriquea—. Te despiertas en un concierto y piensas: wow, ¿cómo he llegado hasta aquí?
—Me imagino, es como que dejás de hacer pie —digo, sin saber muy bien qué decir. Le palmeo el muslo en señal de aliento—. Pero bueno, hay que tratar de sobreponerse, John: dicen que es puro cuento la fama, ¿no?
Un poco se iba calmando, pero de repente, clava la vista en la mano con que le palmeo la pierna, me la agarra, y me mira a los ojos:
—Aprovechemos nuestra oportunidad y volemos lejos hacia cualquier lugar.
Uh, la puta madre, medio que se enamoró, me parece.
—No, escuchame —tomo distancia, me pego más a Marina—, no lo tomes a mal, pero yo no... yo no tengo el menor problema en que la gente se ame como quiera, pero mirá, ¿ves? —me suelto de su mano con cuidado y le señalo a Marina otra vez—. A mí me gustan las chicas. Y es más, aunque contemplara la posibilidad de… de un amor diferente, tampoco es que soy libre: intento ser un tipo fiel, no la dejaría a ella así como así. —Exagero un poco mi probidad para enrostrarle su falta de límites. Y remato, para levantarle la autoestima—: ni siquiera por una estrella como vos.
—Cierra tus ojos —insiste, y me apoya una mano sobre la frente—. No tengas miedo. El monstruo se fue.
—John, en serio —digo, y con cuidado le agarro la mano y me la saco de la cara—. No es una cuestión de miedo…
La poca paz que había conseguido en el último minuto volvió a esfumarse. Me doy cuenta de que estoy ante un paciente siquiátrico.
—Mirá, no lo tomes a mal —digo cauto—, pero quizá sea mejor que te baje a abrir.
—Tienes que ser un bastardo para hacerlo y eso es un hecho —dice, y dándose vuelta ofendido—: y Los Beatles son los mayores bastardos de la Tierra.
Rompe a llorar otra vez. Desconsolado. Qué maldición, por qué me tiene que pasar esto a mí.
—No lo tomes como algo personal, John… Y tus problemas con tu banda… no sé… vas a tener que trabajarlos.
Pero ya no quiere hacer lugar a mis sugerencias. Con un berrinche, sin cesar el llanto agudo, se levanta y atraviesa la puerta de la habitación. Lo sigo con la mirada sin saber qué decirle, y debo admitirlo, con cierta culpa y compasión, sintiendo que abandono a un necesitado. Pero cómo hacerle entender que no tengo intereses “románticos” con él, que mi novia duerme a mi lado. ¡Y que él está muerto!
Como sea, apoyo la cabeza sobre la almohada para relajarme un poco del estrés que acabo de pasar. Espío a Marina: sigue dormitando con un arrullo, un pequeño ronquido. ¿Cómo hace la guacha para dormir así? A mí me despierta cualquier cosa, ni qué hablar de un Beatle resucitado, fornicador y charlatán.
Al final me dormito también, extenuado por la tensión. Medito acerca de si hice bien o mal en echarlo. Me cuestiono algunas cosas, pero también admito que él no fue nada amable, siempre en ese lugar de supremacía ética. Y eso sin contar su pretensión carnal.
Las luces de la calle que ingresan por las hendijas de la persiana confirman la caída de la noche. Ahora no veo tan claramente qué hace Marina. Vuelvo a agarrarla, y al hacerlo, ella se despereza sensual. ¿Habrá percibido algo de mi intercambio con John?
—Dormías, amor —pregunto tontamente.
Hace un gemido, pero más que una respuesta a mi pregunta, parece ser una expresión sexual. Me excito enseguida, y busco seguir lo interrumpido un buen rato antes. Ella ahora se da vuelta hacia mí y me mira a los ojos.
—Okey —dice.
Me sorprende su mirada firme y despierta.
—Okey qué, amor.
—Okey, hagámoslo de a tres —dice, y cabecea atrás de ella, como mostrándome algo. O a alguien.
Me incorporo y aguzo la vista: Janis Joplin, desnuda y lasciva, dice:
—Aquí estoy, amigo, para celebrar una fiesta, la mejor posible mientras viva en la tierra, —y mordiéndole sensual el lóbulo a Marina—: creo que ese es también tu deber.
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